lunes, 5 de mayo de 2014

El salario del miedo, de Georges Arnaud


            Recordemos: se produce una explosión en un campo de prospección petrolífero, las llamas inextinguibles suben al cielo, la compañía americana planea la única solución disponible, acercar unos bidones de nitroglicerina para hacer estallar el pozo, la única posibilidad de acabar con el incendio. La compañía contrata a unos cuantos europeos desesperados por conseguir una buena paga y salir del culo del mundo en que se encuentran. Estamos en una provincia de Guatemala, las carreteras son horribles, baches, resquebrajaduras, subida hacia la meseta con curvas casi verticales. Añadamos el sabotaje, un hombre descartado que quiere ocupar la plaza vacante destrozando la amortiguación de un camión. Y el miedo. La ruta de 500 kms que los desesperados han  de recorrer la harán dominados por el frío sudor y el temblequeo. Hombres rudos, egoístas, aterrorizados, como los dos protagonistas, un francés que sabe disimular su miedo, Gérard Sturmer, y un rumano que no, Johnny Mihalescu. Obstáculos, situaciones límite cuando todo parece estar perdido, muertes violentas, algunas más que sorprendentes como la muerte a patadas del cura de Totumos, que intenta que los camioneros no pasen por su poblado, y la profanación de la cruz, las hostias y el copón por parte de un español, Juan Bimba, ex combatiente de la guerra civil, que algunos kilómetros después saltará por los aires con su camión de nitroglicerina.

            Georges Arnaud, seudónimo de Henri Girard, tuvo una vida de película, una biografía sin descanso. Hijo de una familia bien, su padre fue colaboracionista en el régimen de Vichy, educado, instruido en latín y derecho, diletante, bohemio, de ideas radicales inculcadas por su madre. Hubo muchos sucesos extraños en su vida, el más decisivo fue este: reunido con los suyos en el castillo familiar de Escoire, en Périguex, la noche del 24 de octubre de 1942, su padre, su tía y una criada son cruelmente asesinados. La acusación recae sobre Henri. Pasa dieciséis meses en prisión. En el juicio no se encuentran pruebas ni móviles. Es absuelto. Tras la muerte de su padre dilapida su fortuna. Se casa varias veces. Se va a Centroamérica: Caracas, Panamá. Se emplea en diversos oficios, entre ellos camionero. Conoce al hampa, fugitivos del penal de Cayena, se encuentra a gusto con ellos. Ecuador, Perú, Chile. Vuelve a Francia. Escribe para ganarse el sustento. Libros biográficos, novelas, periodismo. Los últimos años los pasará en Barcelona, enterrado en Cerdanyola.

            La novela la escribió Georges Arnaud, es decir Henri Girard, basándose en sus experiencias en Centroamérica, en 1950. La película de Henri-Georges Clouzot, en 1953. La novela tiene defectos. Es confusa su forma de presentar a los personajes, a veces únicamente bajo un nombre y en él el eco de una nacionalidad. A lo sumo, un rasgo físico, delgadez o gordura, alto o bajo, resabiado, violento. Pero el estilo es eléctrico, punzante, casi siempre sorprendente. Abusa de los calificativos (“País podrido”), con frases confusas, a veces ininteligibles, pero no pierde el ritmo, sus frases cortas nos llevan en volandas (“Una mirada que bastaría para traicionar si alguien lo viera”). El narrador, que no es un personaje, se entromete, descalifica, insulta, advierte: “¡El muy gallina!”. “El tal Hans es, desde luego, un hombre poco cuidadoso”. “Señor Smerloff, no le interesa que le descubran. Estos dos no se andarían con miramientos”. “Resiste la tentación de los nervios y el cansancio, Gérard, hermano, no lo mates”. Hay hallazgos y errores en la misma frase: “Ella tiene ojos desesperados de mono tuberculoso [Qué quiere decir], y una mueca de sollozos contenidos le hincha el labio inferior”. Hay algunas páginas que ruedan torpes, donde el estilo premioso, aforístico, poético encuentra su límite: “El sueño y el delirio del cansancio se mezclan en sus ideas y en sus ojos. Sueño y delirio han elegido a Gérard para pelear, para resolver un asunto pendiente. Imposible decirles que se vayan: no lo entenderían”. “Por lo demás, en nuestros días, la gente ya no tiene ninguna clase de sensibilidad. Llorar sí sabe. Pero, ¿sentir? Ya no tiene corazón para eso”. El estilo invasivo del narrador aparece sobre todo al final, donde el escritor parece haber llegado tan cansado como el protagonista. Sturmer se desdobla en dos, el conductor vigilante, que pelea por llegar con la carga entera, y otro, cansado, al que invade el sueño, e imagina a una mujer sentada al lado sobre los despojos de Mihalescu, la propia muerte, una mujer hermosa pero sin rostro que, sin embargo, le hace una paja mientras conduce.

            La novela está regida por un impulso poético que lleva al escritor a construirla con frases cortas, diálogos breves y pequeños capítulos que trasmiten vivas sensaciones, gestos, instinto. A veces lo consigue: “La cobardía de aquel tipo era muy susceptible”. “El camión que tiene entre manos devora el camino”. “El viento de la velocidad cantaba en la portezuela”. Un estilo derivado de la premura por ganar los 30.000 francos que la editorial le ofrecía y que necesitaba para vivir con su nueva mujer. Otros escritores han escrito como él, Céline, por ejemplo y otros, como Lautréamont o el marqués de Sade han trasmitido una rabia y un desasosiego parecidos.

            Aunque la novela es breve, hay páginas brillantísimas y otras no tanto, un escritor que parece moverse como sus personajes por impulsos, parece, o eso imagino, pegado al humo del cigarrillo que no despega de sus labios, a la botella de güisqui, corroído por el miedo y el cansancio, desesperado e insolidario como ellos, brutal como Juan Bimba cuando arremete a patadas contra el cura, sacrílego y blasfemo. Dice de su protagonista Gérard Sturmer, tras llevar su carga hasta la misma boca del pozo incendiado: “Pero ahora es un hombre rico. Sus menores estados de ánimo serán sagrados. Podrá abofetear al comisario, profanar los vasos sagrados y violar niños en a cuna; nadie se atreverá a decir nada”.


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