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Georges
Arnaud, seudónimo de Henri Girard, tuvo una vida de película, una biografía sin
descanso. Hijo de una familia bien, su padre fue colaboracionista en el régimen
de Vichy, educado, instruido en latín y derecho, diletante, bohemio, de ideas
radicales inculcadas por su madre. Hubo muchos sucesos extraños en su vida, el
más decisivo fue este: reunido con los suyos en el castillo familiar de
Escoire, en Périguex, la noche del 24 de octubre de 1942, su padre, su tía y
una criada son cruelmente asesinados. La acusación recae sobre Henri. Pasa
dieciséis meses en prisión. En el juicio no se encuentran pruebas ni móviles.
Es absuelto. Tras la muerte de su padre dilapida su fortuna. Se casa varias
veces. Se va a Centroamérica: Caracas, Panamá. Se emplea en diversos oficios,
entre ellos camionero. Conoce al hampa, fugitivos del penal de Cayena, se encuentra a gusto
con ellos. Ecuador, Perú, Chile. Vuelve a Francia. Escribe para ganarse el
sustento. Libros biográficos, novelas, periodismo. Los últimos años los pasará
en Barcelona, enterrado en Cerdanyola.
La novela
la escribió Georges Arnaud, es decir Henri Girard, basándose en sus experiencias en Centroamérica, en
1950. La película de Henri-Georges Clouzot, en 1953. La novela tiene defectos. Es
confusa su forma de presentar a los personajes, a veces únicamente bajo un
nombre y en él el eco de una nacionalidad. A lo sumo, un rasgo físico, delgadez
o gordura, alto o bajo, resabiado, violento. Pero el estilo es eléctrico,
punzante, casi siempre sorprendente. Abusa de los calificativos (“País
podrido”), con frases confusas, a veces ininteligibles, pero no pierde el
ritmo, sus frases cortas nos llevan en volandas (“Una mirada que bastaría para
traicionar si alguien lo viera”). El narrador, que no es un personaje, se
entromete, descalifica, insulta, advierte: “¡El muy gallina!”. “El tal Hans es,
desde luego, un hombre poco cuidadoso”. “Señor Smerloff, no le interesa que le
descubran. Estos dos no se andarían con miramientos”. “Resiste la tentación de
los nervios y el cansancio, Gérard, hermano, no lo mates”. Hay hallazgos y
errores en la misma frase: “Ella tiene ojos desesperados de mono tuberculoso [Qué
quiere decir], y una mueca de sollozos contenidos le hincha el labio inferior”.
Hay algunas páginas que ruedan torpes, donde el estilo premioso, aforístico,
poético encuentra su límite: “El sueño y el delirio del cansancio se mezclan en
sus ideas y en sus ojos. Sueño y delirio han elegido a Gérard para pelear, para
resolver un asunto pendiente. Imposible decirles que se vayan: no lo
entenderían”. “Por lo demás, en nuestros días, la gente ya no tiene ninguna
clase de sensibilidad. Llorar sí sabe. Pero, ¿sentir? Ya no tiene corazón para
eso”. El estilo invasivo del narrador aparece sobre todo al final, donde el
escritor parece haber llegado tan cansado como el protagonista. Sturmer se
desdobla en dos, el conductor vigilante, que pelea por llegar con la carga
entera, y otro, cansado, al que invade el sueño, e imagina a una mujer sentada
al lado sobre los despojos de Mihalescu, la propia muerte, una mujer hermosa
pero sin rostro que, sin embargo, le hace una paja mientras conduce.
La novela
está regida por un impulso poético que lleva al escritor a construirla con
frases cortas, diálogos breves y pequeños capítulos que trasmiten vivas
sensaciones, gestos, instinto. A veces lo consigue: “La cobardía de aquel tipo
era muy susceptible”. “El camión que tiene entre manos devora el camino”. “El
viento de la velocidad cantaba en la portezuela”. Un estilo derivado de la
premura por ganar los 30.000 francos que la editorial le ofrecía y que
necesitaba para vivir con su nueva mujer. Otros escritores han escrito como él,
Céline, por ejemplo y otros, como Lautréamont o el marqués de Sade han
trasmitido una rabia y un desasosiego parecidos.
Aunque la
novela es breve, hay páginas brillantísimas y otras no tanto, un escritor que
parece moverse como sus personajes por impulsos, parece, o eso imagino, pegado
al humo del cigarrillo que no despega de sus labios, a la botella de güisqui,
corroído por el miedo y el cansancio, desesperado e insolidario como ellos,
brutal como Juan Bimba cuando arremete a patadas contra el cura, sacrílego y
blasfemo. Dice de su protagonista Gérard Sturmer, tras llevar su carga hasta la
misma boca del pozo incendiado: “Pero ahora es un hombre rico. Sus menores
estados de ánimo serán sagrados. Podrá abofetear al comisario, profanar los
vasos sagrados y violar niños en a cuna; nadie se atreverá a decir nada”.
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