miércoles, 21 de mayo de 2014

Cezanne en el Thyssen


          Por supuesto, hay dos maneras de acercarse a una exposición y las dos son válidas. La primera, con la mente vacía para dejarse impresionar. La segunda, preparado, leyendo, recordando, comparando. Puede ser que nada suceda, que uno salga como entró con el zurrón vacío o quizá cansado, agobiado por la prisa o por la multitud que se mueve –nos movemos- atraídos por los reclamos. O puede que, como Rilke señalaba con respecto a la música, salgamos cambiados, que algo nos toque y resbalemos hacia adentro, ya sea hacia lo profundo que tememos o nos resulta oscuro o hacia un reajuste en el modo de mirar. Cézanne nos impulsa hacia las dos cosas. El arte cuando nos toca hace que en algo seamos diferentes a como éramos antes de la experiencia.


            El campesino del retrato que se exhibe al inicio de la exposición, uno de los últimos cuadros del pintor, hacia 1905 o 1906, con el rostro difuminado, así como las manos, una mancha de color, como la chaqueta, la camisa, el pantalón y los calcetines azulados, en trance de indiferenciarse con el boscaje del jardín al que da la espalda, aunque con la presencia aún de la figura con fondo, del interior y del exterior, de la separación de los espacios, tiene que ver con la búsqueda inacabada de Cezanne, con una intuición, quizá, de adónde llevaba su pintura, de por qué caminos iba a seguir. La impresión que saco al final del recorrido es que el pintor tanteaba con su pincel como un ciego con su palo. Tenía los hombres, los bañistas, las figuras siempre presentes en la tradición, tenía el paisaje, más reciente, tenía el color, tan brillante, tan lleno de luz, que le han legado los impresionistas, pero se le ve incómodo combinando todo eso, siguiendo las reglas, las convenciones, aunque de su titubeo salgan obras tan hermosas, cuadros que uno a uno nos atrapan como a moscas, de los que es difícil apartarse, abandonarlos, continuar hasta la siguiente sala.


            Es un error, creo haber organizado, la exposición en torno a ejes temáticos, porque lo que interesa en cada pintor, y más en Cézanne es su lenta y progresiva evolución, sus hallazgos, que le llegan diría yo casi por casualidad, la geometría de la percepción, la molestia de las figuras, su fusión con el fondo del que emergen, la materialidad de los objetos bañados por el color, el color que va tiñendo el lienzo hasta apoderarse de la composición disolviendo las figuras en el fondo, la montaña en el cielo. Si el montaje hubiese sido cronológico, sería más evidente el tránsito, de dónde viene Cezanne, del realismo decimonónico, hacia dónde desembocan esos caminos en curva que se funden en el paisaje, que poco a poco va mostrando las formas geométricas de las casas, de las rocas, los planos de color, un color que también se deshace en el lienzo, con zonas sin cubrir, sin manchar, también él inestable y temporal.


            Llega un momento, el de los bañistas, en el que las figuras parecen sobrar, bañistas toscos como monigotes, elementos extraños, grandes, intrusos en medio del agua o del bosque. En la sección que se les dedica, se les pone al lado de paisajes deshabitados –Los castaños del Jas de Bouffan, por ejemplo- para que se vea en ellos la ausencia de las figuras, pero parece que sea al contrario, que allí donde aparecen no supiera qué hacer con ellos, como si le molestasen, como ese Joven descansando de 1887. Cézanne se está liberando de la piel de la tradición, tantea, le cuesta, prueba. El paisaje y las casas, los verdes y los naranjas, los árboles y la mies, la luz y las sombras, bien, pero ¿y los hombres? El lienzo pintado –manchado-, lo recto y lo curvo, lo plano y lo ondulado, ¿y la mujer? Cézanne alcanza su mayor intensidad cuando se olvida de la figura humana, incluso de la huella humana, cuando la naturaleza se desdibuja entonces el resultado no es la geometrización, esas formas precubistas que parecían ser el elemento dominante en la interpretación de Cézanne en otro tiempo, en todo caso sería un momento intermedio, de paso, sino fusión, indeterminación, amorfismo, entonces hasta los colores parecen perder rango, preeminencia, la propia pincelada pierde pasta, materia, se disuelve.


            Así sucede con sus naturalezas muertas, esos despojos sustraídos por el hombre: peras, manzanas, melocotones a su naturaleza inicial, en las que palpa su fisicidad, como en la Montaña de la Sainte-Victoire se palpa su geología, aunque envueltas en las huellas del hombre, los manteles, las cortinas, las mesas, intrusos como ese cántaro de gres, vertical, ominoso, gris. Cézanne intuye que algo sobra, pero no acaba de dar el paso definitivo.



       ¿Es que un pintor desde el mismo momento en que decide dedicar su vida a pintar ha de saber qué es lo que quiere hacer, qué quiere reflejar su pintura. No acabo de entender la polémica en torno a si Cezanne era un precubista o no dejó de separarse de los lugares que conocía. Mi impresión es más bien que Cezanne como cualquier artista verdadero anda a ciegas con un pincel como bastón o una cámara o una pluma o un teclado y que en su actividad, ayudado por la inspiración, el esfuerzo y la voluntad de veracidad, va encontrando modos de expresarse y medios con los que atrapar la realidad escurridiza y que para hacerlo parte de la tradición, de lo que sus compañeros de generación van encontrando, del mismo modo que también intenta separarse de ellos y abrir una vía propia. Es propio del artista el balbuceo. Algunos enderezan una vía firme, se asientan en ella y terminan por generar algún tipo de academicismo, otros convierten el balbuceo en sistema. Eso me parece que ocurre con Cezanne. Por eso, digo que es un error presentar una monografía del pintor dispuesta en apartados temáticos en vez de primar la cronología. Las diferencias, los hallazgos, se van viendo con el paso del tiempo: de la firmeza de la pincelada a la pincelada suelta, casi desmaterializada, de las figuras más o menos firmes a su desaparición, del paisaje humanizado al geológico, del color intenso y pleno a su progresiva disolución en la tela.

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