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Cuando un
hombre iraní, Ahmad, vuelve a París a petición de su esposa, Marie, para firmar los papeles
del divorcio, el pasado empieza a actuar sobre las débiles tramas de sus vidas.
El hombre, en vez de irse a un hotel se queda en casa de su esposa y allí tomará
conciencia de lo nuevo que desconoce y de lo que dejó atrás hace unos años. Ella
tiene dos hijas de un hombre anterior a todo lo que se cuenta, de quien sabemos que vive en Bruselas, una adolescente, a quien no le gusta la nueva pareja de su
madre, y otra más pequeña. Con ellas vive otro
niño, hijo de la nueva pareja de Marie. Los dos hombres terminan por
conocerse. Les cuesta darse la mano, mirarse de frente, hablar. El nuevo
hombre, Samir, tiene una lavandería y la mujer con quien está casado está en el hospital, en coma, tras
un intento de suicidio. Marie está embarazada de Samir. Los conflictos entre
los personajes terminan por emerger con violencia psíquica por su relación, interpretación o sentimiento de culpabilidad en
relación con ese intento de suicidio. La suicida el día anterior a su dramática decisión
se enteró por unos correos electrónicos que alguien le pasó de que su marido mantenía una relación con Marie. ¿Cómo se enteró,
quién quería hacerle daño, quién quería desbaratar la relación adúltera, por
qué ahora con la llegada del hombre iraní sale a relucir todo eso? De Ahmad se espera que ponga orden en esa tensión, así lo esperan Marie y sus hijas, pero su presencia contribuye a lo contrario. Todos los personajes tienen sus razones, sus resquemores, sus vindicaciones.
La película
es deliberadamente oscura, en los tonos opacos del color, en la iluminación de
las escenas, en la interpretación apagada, tristona de los intérpretes, en la
manera de contar la historia, reduciendo los espacios, restringiendo las
emociones, llevando a los personajes hacia callejones sin salida. Los
escenarios muestras interiores de clase media sin alegrías, en los días de
niños en las casas cuando todo está manga por hombro. No hay música, no hay
risas, no hay campo. Es un París deslucido, lejano de las viejas postales, un
París donde la inmigración se ha asentado, enhebrando su vida con la de los
franceses de origen. Las vidas toman un rumbo impreciso, podría valer otro
diferente, donde la fatalidad impone direcciones que no significan nada.
El cine
francés produce una aceptable cantidad de películas notables a lo largo del
año, no son geniales, quizá no pasen a la historia, pero son muy útiles por su
opción por el realismo para dar cuenta de los cambios que se están produciendo
en la sociedad. Una sociedad compleja, fruto de la interconexión de diferentes culturas, donde el modo de ver las cosa se mezcla, hace sufrir a la gente y al mismo tiempo amplía su mente. Quien lo cuenta es un director iraní, Asghar Farhadi, afincado en París.
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