En El
ruletista un escritor escribe sobre un personaje real que por sus
características sólo puede existir en la ficción. El ruletista: un mendigo que
encuentra la ocasión de obtener lo que desea a través de un juego de azar. En
sucesivas sesiones, en la atmósfera de tugurios nocturnos donde se cruzan la
codicia y el morbo, llena el tambor de una pistola con una bala, luego con dos,
después con tres, con cuatro, con cinco y hasta con seis. Hay un público cada
vez más numeroso, cada vez más pudiente, que asiste a cada una de sus
arriesgadas apuestas. De cada una el ruletista contra su voluntad sale indemne,
porque ama tan poco la vida que desea que el juego acabe con su vida. Incluso
de la sexta contra toda probabilidad sale vivo: un tranvía en superficie se
empotra contra una tienda, en el instante preciso del disparo, lo que hace que el
choque y su vibración desvíe el disparo y el suicida sobreviva. El ruletista
acumula una gran fortuna. Cuando parece que la historia está contada, el
narrador que se ha apoderado de la historia señala como de pasada que el
ruletista al fin encontró la muerte del modo más inesperado: un atracador en un
callejón, en otra noche, le amenaza con una pistola. Al ruletista no le
responde el corazón y muere. El arma estaba descargada.
La historia
la cuenta un escritor de éxito, así lo confiesa, un escritor que ansía
sobrevivir, lo que logrará, dice, cada vez que la voz del lector lea lo que el
ha escrito. Como ya está en la vejez, prepara su cruz y su mortaja y aun su
epitafio, estos versos de Eliot: “Concede el consuelo de Israel, a uno que
tiene ochenta años y que no tiene mañana”. Mircea Cartarescu no tiene esa edad.
En El
Mendébil, un escritor que se muestra en estado de gran excitación dice que
va a contar algo importante, pavoroso, que hiela las venas. Es una historia de
niños. Recuerda un bloque de edificios en Bucarest. Describe un grupo de
chavales, unos más fuertes que otros, los juegos. Entre ellos uno que
practicaban con máscaras, el de la Brujitoca.
Todos menores de 7 años, la edad en que comenzaba la escuela.
Los niños por un lado, las niñas por otro. La rutina y la memoria cambian
cuando llega un niño nuevo, muy hábil contando cuentos que emboban, rodeado de
misterio, una habilidad que se apodera del grupo y trastoca las fuerzas. Un día
apareció un vendedor de baratijas. Entre ellas, había una pluma misteriosa que
mostraba por un lado a una mujer vestida con un bañador, por el otro se iba
desnudando mientras la tinta bajaba. El narrador es invitado a la casa del niño
extraordinario, al que llama el Mendébil. Detrás de unos libros infantiles en
un estante encuentra esa pluma. Poco después el narrador y sus amigos bajaron
al subterráneo donde estaban las calderas que calentaban el edificio y al fondo
en una sala encontraron algo que les heló la sangre: dos niños desnudos con los
cabellos acariciados por los rayos del sol, el Mendébil y Iolanda. Todos
gritaron y salieron corriendo. Al día siguiente, cuando el Mendébil se atrevió
a volver al grupo, la panda de niños lo corrió a terronazos, el niño cayó al
suelo entre convulsiones. Fue la última vez que lo vieron. Su madre, una mujer
muy alta, se lo llevó lejos. El autor dice haber encontrado el manuscrito que
cuenta la historia, que fue escrito hace algunos años, que los escenarios son
reales y los niños hoy hombres, aunque no así la fría historia que, dice, era
una predicción o un presentimiento. El lector asiste sorprendido a la deflación
de la promesa de miedo y terror anunciada por el narrador.
En la
tercera historia, más larga, más artificialmente compleja, Los gemelos el
narrador escarba en los recuerdos de la infancia y luego se desliza por su
juventud, insiste en su espíritu letraherido, cuenta historias que emergen o se
hunden en la niebla, hasta llegar a Gina, de quien quiere hablar, con la que
inicia un enamoramiento bajo el lema AMOR OMNIA VINCIT. Una adolescente que salta
de golpe a mujer, envuelta en una atmósfera morbosa, rodeada de viejos con los
que vive, de lujo decadente y un amour fou por un Silviu ante el que el
narrador se siente desdichado. El narrador sueña y fantasea, confunde lo real
con lo soñado, dice escribir desde una institución psiquiátrica, cambia
inopinadamente a mujer, después de que una compañera de habitación le eche las
cartas y le identifique con la sota, antes de convertirse, por fin, en pira.
Todas las
historias bien o mal contadas tienen interés pero en el caso de Cărtărescu exigen
demasiado esfuerzo. El autor se distrae en complicaciones que el lector no
acaba de entender, sobreponiendo lo soñado a la realidad, el narrador y sus
prejuicios a los relatos, pero los lectores somos ávidos, hemos aprendido a
suprimir lo innecesario, a saltar lo farragoso e ir al grano, buscando siempre
aprendizajes, nuevas emociones. Por qué habríamos de aprender con cada
nuevo escritor lo que ya sabemos, por qué habríamos de hacer cada vez el
recorrido. Como aprendiz Cărtărescu se deja llevar por intuiciones que otros
tuvieron antes que él: Borges o Kafka, incluso la Virginia Woolf de Orlando. Mircea Cărtărescu, furia de las letras rumanas.
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