jueves, 20 de marzo de 2014

Nostalgia, de Mircea Cărtărescu


            Como un labrador con su yunta de mulas ante una tierra grande y larga que ha de arar un día de sol inclemente, así me he sentido yo ante Nostalgia, de Mircea Cărtărescu. Kafka, Borges, Cortázar. A esos nombres se le asocia. Estas frases por ejemplo: “Los espejos y la paternidad no son abominables, lo es la belleza”. “En mi se insinuaba un comienzo de desprecio y en ella un comienzo de humildad y veneración”. “Sabía que el espacio es infinito, pero no hay lugar para la desesperanza”. El problema es que esas frases aparecen desenganchadas, sin función, provocando un extraño efecto de irrealidad. Me ha costado seguir los surcos secos, pedregosos, de su estilo, de frases y párrafos largos, sin descanso, sus historias interrumpidas por un narrador  que se empeña en ser protagonista, contador del cuento y desmontador a la vez del mismo cuento. No he sabido ver que añadía la segunda función a la primera ya de por sí premiosa, detallista y onírica al mismo tiempo, pues las suyas son historias en que el sueño parece apoderarse de la realidad hasta el punto de diluirla o evaporarla. Tres niveles de exigencia para el lector, con pocas recompensas. Me he quedado en las tres primeras historias.

            En El ruletista un escritor escribe sobre un personaje real que por sus características sólo puede existir en la ficción. El ruletista: un mendigo que encuentra la ocasión de obtener lo que desea a través de un juego de azar. En sucesivas sesiones, en la atmósfera de tugurios nocturnos donde se cruzan la codicia y el morbo, llena el tambor de una pistola con una bala, luego con dos, después con tres, con cuatro, con cinco y hasta con seis. Hay un público cada vez más numeroso, cada vez más pudiente, que asiste a cada una de sus arriesgadas apuestas. De cada una el ruletista contra su voluntad sale indemne, porque ama tan poco la vida que desea que el juego acabe con su vida. Incluso de la sexta contra toda probabilidad sale vivo: un tranvía en superficie se empotra contra una tienda, en el instante preciso del disparo, lo que hace que el choque y su vibración desvíe el disparo y el suicida sobreviva. El ruletista acumula una gran fortuna. Cuando parece que la historia está contada, el narrador que se ha apoderado de la historia señala como de pasada que el ruletista al fin encontró la muerte del modo más inesperado: un atracador en un callejón, en otra noche, le amenaza con una pistola. Al ruletista no le responde el corazón y muere. El arma estaba descargada.
            La historia la cuenta un escritor de éxito, así lo confiesa, un escritor que ansía sobrevivir, lo que logrará, dice, cada vez que la voz del lector lea lo que el ha escrito. Como ya está en la vejez, prepara su cruz y su mortaja y aun su epitafio, estos versos de Eliot: “Concede el consuelo de Israel, a uno que tiene ochenta años y que no tiene mañana”. Mircea Cartarescu no tiene esa edad.

            En El Mendébil, un escritor que se muestra en estado de gran excitación dice que va a contar algo importante, pavoroso, que hiela las venas. Es una historia de niños. Recuerda un bloque de edificios en Bucarest. Describe un grupo de chavales, unos más fuertes que otros, los juegos. Entre ellos uno que practicaban con máscaras, el de la Brujitoca. Todos menores de 7 años, la edad en que comenzaba la escuela. Los niños por un lado, las niñas por otro. La rutina y la memoria cambian cuando llega un niño nuevo, muy hábil contando cuentos que emboban, rodeado de misterio, una habilidad que se apodera del grupo y trastoca las fuerzas. Un día apareció un vendedor de baratijas. Entre ellas, había una pluma misteriosa que mostraba por un lado a una mujer vestida con un bañador, por el otro se iba desnudando mientras la tinta bajaba. El narrador es invitado a la casa del niño extraordinario, al que llama el Mendébil. Detrás de unos libros infantiles en un estante encuentra esa pluma. Poco después el narrador y sus amigos bajaron al subterráneo donde estaban las calderas que calentaban el edificio y al fondo en una sala encontraron algo que les heló la sangre: dos niños desnudos con los cabellos acariciados por los rayos del sol, el Mendébil y Iolanda. Todos gritaron y salieron corriendo. Al día siguiente, cuando el Mendébil se atrevió a volver al grupo, la panda de niños lo corrió a terronazos, el niño cayó al suelo entre convulsiones. Fue la última vez que lo vieron. Su madre, una mujer muy alta, se lo llevó lejos. El autor dice haber encontrado el manuscrito que cuenta la historia, que fue escrito hace algunos años, que los escenarios son reales y los niños hoy hombres, aunque no así la fría historia que, dice, era una predicción o un presentimiento. El lector asiste sorprendido a la deflación de la promesa de miedo y terror anunciada por el narrador.

            En la tercera historia, más larga, más artificialmente compleja, Los gemelos el narrador escarba en los recuerdos de la infancia y luego se desliza por su juventud, insiste en su espíritu letraherido, cuenta historias que emergen o se hunden en la niebla, hasta llegar a Gina, de quien quiere hablar, con la que inicia un enamoramiento bajo el lema AMOR OMNIA VINCIT. Una adolescente que salta de golpe a mujer, envuelta en una atmósfera morbosa, rodeada de viejos con los que vive, de lujo decadente y un amour fou por un Silviu ante el que el narrador se siente desdichado. El narrador sueña y fantasea, confunde lo real con lo soñado, dice escribir desde una institución psiquiátrica, cambia inopinadamente a mujer, después de que una compañera de habitación le eche las cartas y le identifique con la sota, antes de convertirse, por fin, en pira.


            Todas las historias bien o mal contadas tienen interés pero en el caso de Cărtărescu exigen demasiado esfuerzo. El autor se distrae en complicaciones que el lector no acaba de entender, sobreponiendo lo soñado a la realidad, el narrador y sus prejuicios a los relatos, pero los lectores somos ávidos, hemos aprendido a suprimir lo innecesario, a saltar lo farragoso e ir al grano, buscando siempre aprendizajes, nuevas emociones. Por qué habríamos de aprender con cada nuevo escritor lo que ya sabemos, por qué habríamos de hacer cada vez el recorrido. Como aprendiz Cărtărescu se deja llevar por intuiciones que otros tuvieron antes que él: Borges o Kafka, incluso la Virginia Woolf de Orlando. Mircea Cărtărescu, furia de las letras rumanas.


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