1. Hoy me
han sucedido cosas, pero casi todas mentales. Seguramente siempre es así,
aunque no reparemos en ello. Quiero decir, he estado más concentrado que de
costumbre.
Tomar
decisiones importantes me estresa, las retardo, doy vueltas sin llegar a nada,
decido en una dirección y luego en otra. Como a todo quisque, supongo.
Así que he
llamado a N., después de tanto tiempo, confiando en su claridad analítica. Ella
tiene claridad, yo emociones. Me ha hecho dudar de la decisión que yo creía
firme, en realidad me aconseja que haga lo contrario. Sigo dudando.
2. Antes y
después de los cincuenta pensaba que los treintañeros eran gente extraña,
inestable, insustancial, perdidos en una segunda adolescencia, abrumados por
los hijos o por su falta, antes de asentarse en la costumbre. Yo también pasé
por esa etapa, pero, claro, no me veía. Y sin embargo, las mujeres de las que
me he enamorado y con las que he convivido estaban en esa edad. Así me ha ido.
3. Pensar
en el principio, en un principio, nada nos cuestiona. Nacemos, terminamos por
saber que el mundo ya estaba ahí. Creímos que Dios había creado el mundo, después,
ahora, damos crédito al Bing Bang, estamos dispuestos a aceptar las pruebas.
Pero, ¿y el final? Del mismo modo que nos cuesta aceptar un final para nosotros
–cuánto cuesta pronunciar la palabra muerte- nos resulta inimaginable un final
para el universo. Tanto dispendio para que todo termine. Y sin embargo, así
podría ser, dicen los cosmólogos.
En el
medio, entre el principio y el final, queda algo extraordinario: la vida, una
vida de privilegio. Sólo nosotros, la humanidad, vemos las estrellas, en este
momento privilegiado; como están en expansión continua, alejándose las galaxias
unas de otras, dentro de un tiempo no las podremos ver, estaremos –estaríamos- muy lejos de cualquier región del universo, solos, sin nada encima.
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