miércoles, 17 de julio de 2013

Austerlitz, de W.S. Sebald


            Desde que el narrador encuentra casualmente en la estación de Amberes a Jacques Austerlitz, un hombre solitario, y empieza a escuchar sus largos monólogos, el lector va abriéndose paso en las brumas de su vida pero también en parte de la historia europea que está muriendo. Una historia de dolor y sangre que implicó a una muchedumbre de personas que murió por millones, de quienes se ha escrito y hablado de forma fragmentaria, pero de quienes convendría hacer un relato personalizado, si no de todos sí de muchos para transformar las frías estadísticas en drama, dolor y empatía. Algunos supervivientes han escrito y hablado pero parece insuficiente. Así que Sebald, “contra la progresiva extinción de nuestra capacidad para recordar, paralela a la proliferación de la información”, nos cuenta la historia de un superviviente de la Europa del segundo cuarto del pasado siglo, Jacques Austerlitz, que llegó a Inglaterra como un niño refugiado en el verano de 1939, fue acogido en Gales por la familia triste de un predicador y su mujer enferma, que con el tiempo se convertirá en profesor e investigador de la historia de la arquitectura europea y que, cuando sus padres adoptivos mueren, se embarca en la búsqueda de sus orígenes, recuerda la estación de Londres a la que llegó sin saber de dónde, hace una visita a Praga donde encuentra a Vera, un antigua amiga de sus padres, que le pone tras la pista de estos: Agáta, una cantante y actriz de ópera que fue deportada al campo de concentración de Theresienstadt y, más tarde, en París, trata de dar con las huellas de su padre, Maximilian, sin mucha suerte, aunque averigua que estuvo internado en el campo de Gurs, cerca de los Pirineos e imagina que posteriormente fue deportado al este.

            Sebald escribe de un tirón, sin pausas, sin párrafos, con frases a veces complejas, que contribuyen a crear una atmósfera de densidad y bruma, de opacidad y pérdida, con un estilo en el que se hallan trazas de Thomas Mann y de Thomas Bernhard, por ejemplo en la descripción corrosiva de la Biblioteca Nacional de Francia, obra a la gloria babilónica de François Mitterrand, con frases intercaladas de otros idiomas, sin traducción, que cumplen una función parecida a la de las numerosas fotografías que también intercala, la de dar verosimilitud a su relato, de modo que a menudo el lector se pregunta si lo que lee no es una historia real, pues no sólo las fotografías remiten a lugares, tiempos y personajes reales, así como las descripciones de lugares como la Estación de Liverpool, en Londres, o la de Austerlitz, en París, o Theresienstadt, el que fuera campo de concentración de los nazis, en el que habría estado confinada su madre, Agáta, o el relato pormenorizado, punto culminante de la novela, de lo que sucedió allí, de cómo estaba organizado dicho campo, siguiendo el estudio clásico de H. G. Adler, Theresienstadt 1941-1945: Das Antlitz einer Zwangsgemeinschaft, así como la propia forma de la narración, el relato recogido por el narrador entre 1967 y 1997 de boca del apagado, enfermo y desubicado Jacques Austerlitz, en distintas ciudades y países, hace creíble el relato, inseparable la ficción de la realidad.



            Las descripciones minuciosas, las frases fidedignas, las fotografías, incluso la referencia al conocido documental que los nazis fabricaron en  el gueto de Theresienstadt para confundir a la Cruz Roja o la foto hallada en un archivo de Praga que se dice de la madre, Agáta, la cargada atmósfera de los lugares en los que se detiene el protagonista, los monólogos de Austerlitz que como una nube plomiza y sucia aterrizan en el presente viniendo de décadas pasadas, remiten a la memoria de una época que no hemos de olvidar. La novela va a la contra de esta época, de “la necesidad que se anunciaba cada vez más insistentemente de terminar con todo aquello que tenía aún una vida en el pasado”.

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