martes, 16 de julio de 2013

La vida en el campo de concentración de Theresienstadt



            “…había unas sesenta mil personas metidas a la fuerza en una superficie de apenas algo más de un kilómetro cuadrado, industriales y fabricantes, abogados y médicos, rabinos y catedráticos de universidad, cantantes y compositores, directores de bancos, comerciantes, taquígrafas, amas de casa, agricultores, obreros y millonarios, gentes de Praga y del resto del Protectorado, de Eslovaquia, de Dinamarca, de Holanda, de Viena y Munich, Colonia y Berlín, del Palatinado, de la Baja Franconia y de Westfalia, de las que cada uno tenía que arreglárselas con unos dos metros cuadrados de vivienda y todos, en la medida en que de algún modo pudieran hacerlo, o mejor dicho, hasta que, como se decía, fueran «envagonados» y enviados al Este, estaban obligadas a trabajar, sin la más mínima remuneración, en alguna de las manufacturas creadas por el Departamento de Comercio Exterior para obtener beneficios, en el taller de vendajes, en la talabartería, en la producción de guarnicionería, en la fabricación de accesorios de moda, en la de suelas de madera y chanclos de cuero de vaca, en el patio del carbón, en la producción de juegos como «Tres en raya», «No te enfades, hombre» y «Para ti el sombrero», partiendo mica, esquilando conejos, embotellando tinta en polvo, criando los gusanos de seda de las SS o en los numerosos talleres de la economía interior, en la sala de prendas de vestir, la de remiendos del distrito, el puesto de venta al por menor, el depósito de trapos, con el grupo de encuadernación de libros, la brigada de cocina, el pelotón de pelar patatas, el aprovechamiento de los huesos o la sección de colchones, en el cuidado de enfermos y achacosos, en la desinfección y la lucha contra los roedores, en la oficina de ubicación, en la inspección central, en la autoadministración, que tenía su sede en la barraca BV llamada «El castillo», o en el transporte de mercancías, que dentro de los muros se realizaba con una mescolanza de los más diversos carros y con unas cuatro docenas de anticuados coches fúnebres, que habían llevado de las abandonadas comunidades rurales del protectorado a Theresienstadt, donde, con dos hombres enganchados en las lanzas y de cuatro a ocho empujando y agarrando los rayos de las ruedas, se movían por las callejas abarrotadas, extraños vehículos balanceantes de los que, pronto, se descascarilló la pintura negra plateada y, de forma tosca, se serraron las estropeadas superestructuras, los altos pescantes y los techos almenados soportados por columnas salomónicas, de forma que las partes inferiores, numeradas y escritas con cal, apenas revelaban ya su función de otro tiempo, una función, dijo Austerlitz, que evidentemente desempeñaban todavía hoy con frecuencia, porque una parte considerable de lo que en Theresienstadt había que transportar a diario eran los muertos, de los que siempre había muchos porque, por la gran densidad de población y la alimentación deficiente, no se podía contener enfermedades infecciosas como la escarlatina, la enteritis, la difteria, la ictericia y la tuberculosis, y porque la edad media de los transportados al gueto desde la zona del Reich era de más de setenta años, y esas personas, a las que, antes de ser enviadas, se les hablaba de un agradable balneario climatológico llamado Theresienstad, con hermosos jardines, caminos para pasear, pensiones y villas y a las que, en muchos casos, se las había convencido u obligado a firmar unos, así llamados, contratos de compra de hogar, por un valor de hasta ochenta mil marcos, como consecuencia de esas ilusiones que les habían hecho concebir, habían llegado a Theresienstadt equipadas de una forma completamente equivocada, con sus mejores prendas y toda clase de cosas y recuerdos totalmente inútiles en el equipaje, a menudo ya con cuerpo y alma devastados, no dueños ya de sus sentidos, delirando, sin recordar con frecuencia ni su nombre y, en su estado debilitado, no sobrevivían al llamado «paso de las esclusas» en absoluto o sólo unos días, o bien, por la extrema transformación psicopática de su personalidad, una especie de infantilismo ajeno a la realidad, acompañado de una pérdida de la capacidad de hablar y de actuar, eran llevados inmediatamente al departamento psiquiátrico situado en la casamata del Cuartel de los Caballeros, donde, en las espantosas condiciones allí existentes, morían al cabo de una o dos semanas, de forma que, aunque no faltaban en Theresienstadt médicos ni especialistas, que, lo mejor que podían, cuidaban de sus compañeros de reclusión, y a pesar de la caldera de desinfección instalada en el secadero de malta de la antigua cervecería y de la cámara de cianuro de hidrógeno y de otras medidas higiénicas introducidas por la comandancia en una gran campaña contra los piojos, la cifra de muertos -lo que por otra parte, dijo Austerlitz, estaba totalmente de acuerdo con las intenciones de los señores del gueto- ascendió, sólo en los diez meses comprendidos entre agosto de 1942 y mayo de 1943, a más de veinte mil y, como consecuencia, la carpintería de la antigua escuela de equitación no pudo hacer ya suficientes ataúdes de madera, en el depósito central de la casamata de la puerta de acceso de la calle, hacia Bohusevice, había a veces más de quinientos cadáveres echados unos encima de otros y los cuatro hornos de nafta encendidos día y noche, en ciclos de cuarenta minutos de trabajo, fueron utilizados hasta el máximo de su capacidad, dijo Austerlitz, y además, continuó, ese sistema de internamiento y trabajos forzados de Theresienstadt, omnicomprensivo y que, en definitiva, sólo se orientaba a la extinción de la vida, cuyo plan de organización, reconstruido por Adler, regulaba con un celo administrativo descabellado todas las funciones y competencias, desde la utilización de brigadas enteras para construir el tramo final del ferrocarril de Bohusevice a la fortaleza, hasta el único vigilante de la torre, que tenía que mantener en marcha el reloj de la cerrada iglesia católica, ese sistema tenía que ser constantemente supervisado y reflejado en estadísticas, especialmente en lo que al número total de habitantes del gueto se refería, una tarea que excedía con mucho las necesidades civiles, si se piensa que continuamente llegaban nuevos transportes y que regularmente se hacían selecciones para enviar a otro lado a los excluidos, marcando sus expedientes con un R.N.E.: Ruckkehr Nicht Erwünscht (retorno no deseado), por lo que también los responsables de las SS, para quienes la corrección numérica era uno de los principios más altos, hicieron varios censos …”.

            (W.G. Sebald en Austerlitz, siguiendo a H. G. Adler en Theresienstadt 1941-1945: Das Antlitz einer Zwangsgemeinschaft. ).

Nota: Theresienstadt no era un campo de exterminio, era un campo de concentración y no de los peores.

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