Lo propio
del novelista es imaginar, ponerse en el lugar de un personaje que la realidad
le ha inspirado o directamente se ha inventado, y ver, puesto a caminar, qué
hace la imaginación con él, qué rumbo toma, o que hacen las circunstancias, que
el propio novelista dibuja, determinado por las suyas propias, con él. José
Ovejero hace que su narrador, en La invención del amor, se enamore de
una mujer muerta. Una mujer que se ha estrellado contra un árbol y que por azar
viene a saber de ella, porque el vecino que vive debajo de él se llama igual
que él, Samuel.
Salvada esa circunstancia, el interés por una mujer muerta, la novela es bastante convencional. No hay desarrollos extraños, sorprendentes, que iluminen el mundo oscuro de nuestro cerebro incógnito. Incluso, aunque el narrador diga que está enamorado de Clara, la muerta, y aunque recabe información sobre ella de quienes la conocieron, la hermana, Carina, el amante, el auténtico Samuel, el marido, Alejandro, no parece, leyendo, que realmente el narrador esté enamorado de la fallecida, no aparece ninguno de los síntomas de esa morbilidad, es más, al final de quien se aficiona es de Carina, la hermana, con quien conversa sin parar de Clara.
Salvada esa circunstancia, el interés por una mujer muerta, la novela es bastante convencional. No hay desarrollos extraños, sorprendentes, que iluminen el mundo oscuro de nuestro cerebro incógnito. Incluso, aunque el narrador diga que está enamorado de Clara, la muerta, y aunque recabe información sobre ella de quienes la conocieron, la hermana, Carina, el amante, el auténtico Samuel, el marido, Alejandro, no parece, leyendo, que realmente el narrador esté enamorado de la fallecida, no aparece ninguno de los síntomas de esa morbilidad, es más, al final de quien se aficiona es de Carina, la hermana, con quien conversa sin parar de Clara.
La novela
es un juego de novelista, una experimentación en la que el narrador juega a
inventarse a Clara, con retazos que toma de lo que le cuentan y piezas de pura
invención. Lo que resulta no es nada extraordinario, puro decorado de clase
media, aficiones, vivencias, afectos, gustos, costumbres, flirteos, trabajos, conversaciones
de clase media. Ese es su defecto. Puestos a inventar, y emplazado el lector ante
una situación no convencional, un protagonista en busca de una muerta, a
enamorarse de una muerta, nunca llegan las sorpresas que uno podía esperar, un
disloque de personalidad, una deriva, un trastorno creativo, una relación ambigua,
extraña, anormal con la hermana, o con el amante de Clara o con su marido, de
modo que la anormalidad revele las oscuridades del alma –el cerebro- humana,
pero nada de eso sucede. Como tampoco el contexto en el que la acción
transcurre, la posible venta de la empresa en la que el protagonista trabaja a
unos kosovares, la crisis, los despidos, va más allá de unos colorines, un jarrón
de flores puesto sobre la mesa en medio de una conversación. Una buena idea,
pues, que, desde mi punto de vista, no ha tenido el desarrollo esperado.
La novela ha recibido el premio Alfaguara, 2013.
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