Ante la Alemania de los treinta y
cuarenta caben dos actitudes, el intento de comprender por qué ocurrió lo que
ocurrió y la fascinación por el mal. Por eso, tanto escritores, documentalistas
e historiadores han escrito, filmado o creado obras recurrentes. Cabría añadir
una tercera actitud, la de la atracción que el mal ejerce y al que algunos
jóvenes querrían entregarse.
Medusa
entra dentro de la primera categoría. Menéndez Salmón con el arma del literato
se muda a la piel del historiador –combina mito e historia, asegura- para
construir la biografía de un fotógrafo, dibujante y documentalista de la época
cuya obra testificaría sin igual el gran misterio de aquellos años. Con un
estilo conciso y conceptista a lo Borges, pero también a lo Michon, ofrece los
pocos datos que sobre el personaje dice haber encontrado para dar un sentido a
sus filmaciones y a sus dibujos y de paso a la barbarie que el nazismo y el mal
en general engendró.
La novela
está dividida en dos partes. En la primera el fotógrafo y documentalista
trabaja en los lugares donde el horror nazi concibió e hizo su obra: Berlín, Kovno,
Dachau. El narrador indaga en el origen de la impávida frialdad de Prohaska, el protagonista: un
padre muerto en la primera guerra mundial, una madre que no muestra afecto
alguno por su hijo –“Mi madre jamás me amó”, pero a quien realiza 21
extraordinarios retratos-, el ascenso dentro del aparato de propaganda del
NSDAP y el matrimonio de Prohaska, cuyo fruto será un niño que alcanza a vivir
algo más de un año. Asegura el narrador que sus trabajos son obra de artista, a
pesar de su frialdad expositiva o precisamente por ello, los de un artista excepcional.
En la
segunda parte, al finalizar la guerra, Prohaska abandona su país natal, Alemania,
y comienza un periplo en el que trata de hallar las imágenes del horror que
perdura en la segunda parte del siglo, de la España del hambre a la América de Leónidas
Trujillo o Anastasio Somoza y de ahí al Japón de Hisroshima y Nagasaki. “La
representación de la vida y de la muerte –asegura el narrador- es infinitamente
más desgarradora que la vida y la muerte mismas. Ello sucede porque las
imágenes nos dan las cosas, pero nos las dan en tanto que pérdida. Ahí radica
la patética verdad de la imagen. La imagen está siempre por algo que fue, pero
ya no es”. Es paradójico y tópico al mismo tiempo que quien vela por mantener y
dar a conocer la obra del genio, y su único corresponsal, sea Jacob Stelenski, un
judío a quien reencuentra en Dachau, pero a quién no hace mucho por salvar.
Menéndez
Salmón ha escrito ya varias novelas sobre el tema del mal, aquí en Medusa, se
hace cargo de un personaje que se propone como la labor de su vida mirar de
frente al mal pero con total desapasionamiento. Al mismo tiempo reflexiona
sobre la experiencia estética. Prohaska elude cualquier implicación en lo que
documenta, pero la vida termina por azotarle el rostro. Para ver qué significa
ese azote hay que llegar al final de la breve novela, poco más de 150
reconcentradas páginas, donde además se sabrá a qué se refiere con el título
que da a la novela, Medusa.
La
escritura es tan precisa como laboriosa, como la lectura, con ecos, como digo, de
Borges, que a ratos cuesta seguir. Aunque esa no es mi mayor objeción. Mi
pregunta tiene que ver con lo siguiente: ¿es preciso inventarse a un personaje
literario, montar una falsa biografía –aunque el autor diga: “estoy seguro de que el siglo pasado tuvo sus Prohaska”-, para desentrañar el significado del
mal provocado por el hombre y situarlo en las encrucijadas, por lo que al mal
se refiere, de la historia del siglo XX? ¿No basta con trabajar con los propios
materiales que la historia nos ofrece? Más cuando sus obras son en realidad
ensayos mutados en novela. Personalmente, me produce una gran incomodidad enfrentarme
a una obra artística que poetice sobre ese realidad. Prefiero la realidad en
crudo.
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