miércoles, 1 de mayo de 2013

Medusa, de Ricardo Menéndez Salmón



            Ante la Alemania de los treinta y cuarenta caben dos actitudes, el intento de comprender por qué ocurrió lo que ocurrió y la fascinación por el mal. Por eso, tanto escritores, documentalistas e historiadores han escrito, filmado o creado obras recurrentes. Cabría añadir una tercera actitud, la de la atracción que el mal ejerce y al que algunos jóvenes querrían entregarse.

            Medusa entra dentro de la primera categoría. Menéndez Salmón con el arma del literato se muda a la piel del historiador –combina mito e historia, asegura- para construir la biografía de un fotógrafo, dibujante y documentalista de la época cuya obra testificaría sin igual el gran misterio de aquellos años. Con un estilo conciso y conceptista a lo Borges, pero también a lo Michon, ofrece los pocos datos que sobre el personaje dice haber encontrado para dar un sentido a sus filmaciones y a sus dibujos y de paso a la barbarie que el nazismo y el mal en general engendró.

            La novela está dividida en dos partes. En la primera el fotógrafo y documentalista trabaja en los lugares donde el horror nazi concibió e hizo su obra: Berlín, Kovno, Dachau. El narrador indaga en el origen de la impávida frialdad de Prohaska, el protagonista: un padre muerto en la primera guerra mundial, una madre que no muestra afecto alguno por su hijo –“Mi madre jamás me amó”, pero a quien realiza 21 extraordinarios retratos-, el ascenso dentro del aparato de propaganda del NSDAP y el matrimonio de Prohaska, cuyo fruto será un niño que alcanza a vivir algo más de un año. Asegura el narrador que sus trabajos son obra de artista, a pesar de su frialdad expositiva o precisamente por ello, los de un artista excepcional.

            En la segunda parte, al finalizar la guerra, Prohaska abandona su país natal, Alemania, y comienza un periplo en el que trata de hallar las imágenes del horror que perdura en la segunda parte del siglo, de la España del hambre a la América de Leónidas Trujillo o Anastasio Somoza y de ahí al Japón de Hisroshima y Nagasaki. “La representación de la vida y de la muerte –asegura el narrador- es infinitamente más desgarradora que la vida y la muerte mismas. Ello sucede porque las imágenes nos dan las cosas, pero nos las dan en tanto que pérdida. Ahí radica la patética verdad de la imagen. La imagen está siempre por algo que fue, pero ya no es”. Es paradójico y tópico al mismo tiempo que quien vela por mantener y dar a conocer la obra del genio, y su único corresponsal, sea Jacob Stelenski, un judío a quien reencuentra en Dachau, pero a quién no hace mucho por salvar.

            Menéndez Salmón ha escrito ya varias novelas sobre el tema del mal, aquí en Medusa, se hace cargo de un personaje que se propone como la labor de su vida mirar de frente al mal pero con total desapasionamiento. Al mismo tiempo reflexiona sobre la experiencia estética. Prohaska elude cualquier implicación en lo que documenta, pero la vida termina por azotarle el rostro. Para ver qué significa ese azote hay que llegar al final de la breve novela, poco más de 150 reconcentradas páginas, donde además se sabrá a qué se refiere con el título que da a la novela, Medusa.

            La escritura es tan precisa como laboriosa, como la lectura, con ecos, como digo, de Borges, que a ratos cuesta seguir. Aunque esa no es mi mayor objeción. Mi pregunta tiene que ver con lo siguiente: ¿es preciso inventarse a un personaje literario, montar una falsa biografía –aunque el autor diga: “estoy seguro de que el siglo pasado tuvo sus Prohaska”-, para desentrañar el significado del mal provocado por el hombre y situarlo en las encrucijadas, por lo que al mal se refiere, de la historia del siglo XX? ¿No basta con trabajar con los propios materiales que la historia nos ofrece? Más cuando sus obras son en realidad ensayos mutados en novela. Personalmente, me produce una gran incomodidad enfrentarme a una obra artística que poetice sobre ese realidad. Prefiero la realidad en crudo.

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