lunes, 6 de mayo de 2013

Los buenos soldados



            Durante los meses  que dura la misión un periodista del Washington Post, David Finkel, se incrusta o empotra –es la palabra- en un batallón del ejército norteamericano, desde que sale del Fuerte Riley, en Kansas, hasta que vuelve a casa. Este libro, Los buenos soldados, es el resultado de esa experiencia. El reportero construye el libro con buenas técnicas novelísticas pero todo lo que cuenta, asegura, es real, lo ha vivido sobre el terreno o se lo han contado los protagonistas, verificando cada información. El relato comienza con la llegada del batallón a Bagdad y su despliegue en uno de los barrios más difíciles, Kamaliya (Bagdad oriental, junto a Ciudad Sadr). La instalación en el cuartel general, rodeado de muros antideflagración, la construcción de puestos avanzados, las rutas, que denominan con nombres norteamericanos, que han de seguir con sus vehículos, un barrio y una ciudad que sólo conocen con el blindaje corporal puesto, con sus protectores oculares y sus guantes, y a través de las ventanas de sus Humvees blindados. Su contacto con la gente de Iraq es mínima, inexistente, salvo a través de sus intérpretes o el jefe de la policía o algunos jeques mentirosos al teléfono. Tienen la misión de restablecer el orden, de impulsar la democracia, de hacer que la vida de una familia iraquí, los padres, los hijos, sea igual que la de una familia estadounidense. Eso les dices, esas es su misión. A medida que la realidad se impone sobre el terreno irán comprobando la imposibilidad de la misión, hasta el punto de dejar de pensar en ella y sólo pensar en la supervivencia y a que llegue el momento de la vuelta a casa.

            El libro está construido en una serie de capítulos que narran mes a mes los incidentes de la misión, cada uno de ellos fechados en un día concreto, un día que supera en crueldad al anterior. Cada uno de ellos comienza con un extracto de un discurso de Bush –el relato transcurre entre enero de 2007 y junio de 2008- y sigue con la dura realidad que lo desmiente. Coches bomba, obuses de mortero, francotiradores, bombas ocultas en el terreno, en la basura, en búfalos de agua, en medio de la mierda ambiente. La impresión es que nunca hay un momento de paz, que siempre hay acciones de combate, que los soldados siempre están en tensión, esquivando bombas. Y ese es el núcleo de la narración: los soldados con nombre y apellidos, cuya circunstancia se nos relata en detalle, que van cayendo, el tipo de heridas que sufren, brazos y piernas amputados, metralla que se incrusta en cualquier parte del cuerpo, partes del cerebro levantadas o arrasadas, un día tras otro, durante los catorce meses que están desplegados en Kamaliya. Conocemos al teniente coronel que dirige el batallón, a sus comandantes, sargentos y soldados, conocemos a sus familias, a sus esposas, a sus hijos, a sus novias, antes y después del despliegue, las esperanzas, los desengaños, la destrucción física y psicológica, el derrumbe moral. También los centros de recuperación del ejército en EE UU, el sofisticado intento de reconstruir las máquinas humanas destruidas por la guerra.

            Pocas veces el autor cae en el sentimentalismo o en el patriotismo, no se detiene por largo tiempo en un soldado para convertirlo en protagonista, no da tiempo a que el lector se identifique con ninguno de ellos. Nada sabemos del escritor que desaparece tras la escritura. La obra es coral, habla del batallón, el 2-16 en la nomenclatura del ejército, pero no como un organismo complejo, sino compuesto de individuos con nombre propio, esos 800 soldados de 19 años que fueron enviados a Bagdad en el 2007 para cambiar el curso de la guerra, a muchos de los cuales les tocará la mala suerte de morir, de quedar malheridos, de volver a casa destrozados. Algunos serán recibidos y atendidos por alguien que les sigue queriendo, otros sólo encontrarán abandono.

            Ni el autor ni el libro son antibelicistas explícitamente, pero el lector, si no lo era antes, va gestando la idea en su lectura de que la guerra es inútil, peor que eso, es un esfuerzo sin recompensa, una idea equivocada, un horror que no recompone nada, que sólo destruye. La gran política sólo aparece de forma marginal cuando el general al mando, David Petraeus hace una visita al acuartelamiento y después cuando da cuenta de los supuestos progresos en el Congreso y en el Senado. El libro, publicado en 2009, recibió del Premio Pulitzer. Si alguien quiere saber, más allá de sus prejuicios, qué sucedió en Bagdad durante los meses más crueles –y qué es la guerra en este siglo- que lea este libro.

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