Durante los
meses que dura la misión un periodista
del Washington Post, David Finkel, se incrusta o empotra –es la palabra-
en un batallón del ejército norteamericano, desde que sale del Fuerte Riley, en
Kansas, hasta que vuelve a casa. Este libro, Los buenos soldados, es el
resultado de esa experiencia. El reportero construye el libro con buenas técnicas
novelísticas pero todo lo que cuenta, asegura, es real, lo ha vivido sobre el
terreno o se lo han contado los protagonistas, verificando cada información. El
relato comienza con la llegada del batallón a Bagdad y su despliegue en uno de
los barrios más difíciles, Kamaliya (Bagdad oriental, junto a Ciudad Sadr). La
instalación en el cuartel general, rodeado de muros antideflagración, la
construcción de puestos avanzados, las rutas, que denominan con nombres
norteamericanos, que han de seguir con sus vehículos, un barrio y una ciudad
que sólo conocen con el blindaje corporal puesto, con sus protectores oculares
y sus guantes, y a través de las ventanas de sus Humvees blindados. Su contacto
con la gente de Iraq es mínima, inexistente, salvo a través de sus intérpretes
o el jefe de la policía o algunos jeques mentirosos al teléfono. Tienen la misión
de restablecer el orden, de impulsar la democracia, de hacer que la vida de una
familia iraquí, los padres, los hijos, sea igual que la de una familia
estadounidense. Eso les dices, esas es su misión. A medida que la realidad se
impone sobre el terreno irán comprobando la imposibilidad de la misión, hasta
el punto de dejar de pensar en ella y sólo pensar en la supervivencia y a que
llegue el momento de la vuelta a casa.
El libro
está construido en una serie de capítulos que narran mes a mes los incidentes
de la misión, cada uno de ellos fechados en un día concreto, un día que supera
en crueldad al anterior. Cada uno de ellos comienza con un extracto de un
discurso de Bush –el relato transcurre entre enero de 2007 y junio de 2008- y
sigue con la dura realidad que lo desmiente. Coches bomba, obuses de mortero,
francotiradores, bombas ocultas en el terreno, en la basura, en búfalos de
agua, en medio de la mierda ambiente. La impresión es que nunca hay un momento de
paz, que siempre hay acciones de combate, que los soldados siempre están en
tensión, esquivando bombas. Y ese es el núcleo de la narración: los soldados
con nombre y apellidos, cuya circunstancia se nos relata en detalle, que van
cayendo, el tipo de heridas que sufren, brazos y piernas amputados, metralla
que se incrusta en cualquier parte del cuerpo, partes del cerebro levantadas o
arrasadas, un día tras otro, durante los catorce meses que están desplegados en
Kamaliya. Conocemos al teniente coronel que dirige el batallón, a sus
comandantes, sargentos y soldados, conocemos a sus familias, a sus esposas, a
sus hijos, a sus novias, antes y después del despliegue, las esperanzas, los
desengaños, la destrucción física y psicológica, el derrumbe moral. También los
centros de recuperación del ejército en EE UU, el sofisticado intento de
reconstruir las máquinas humanas destruidas por la guerra.
Pocas veces
el autor cae en el sentimentalismo o en el patriotismo, no se detiene por largo
tiempo en un soldado para convertirlo en protagonista, no da tiempo a que el lector
se identifique con ninguno de ellos. Nada sabemos del escritor que desaparece
tras la escritura. La obra es coral, habla del batallón, el 2-16 en la
nomenclatura del ejército, pero no como un organismo complejo, sino compuesto
de individuos con nombre propio, esos 800 soldados de 19 años que fueron
enviados a Bagdad en el 2007 para cambiar el curso de la guerra, a muchos de
los cuales les tocará la mala suerte de morir, de quedar malheridos, de volver
a casa destrozados. Algunos serán recibidos y atendidos por alguien que les
sigue queriendo, otros sólo encontrarán abandono.
Ni el autor
ni el libro son antibelicistas explícitamente, pero el lector, si no lo era
antes, va gestando la idea en su lectura de que la guerra es inútil, peor que
eso, es un esfuerzo sin recompensa, una idea equivocada, un horror que no
recompone nada, que sólo destruye. La gran política sólo aparece de forma marginal
cuando el general al mando, David Petraeus hace una visita al acuartelamiento y
después cuando da cuenta de los supuestos progresos en el Congreso y en el
Senado. El libro, publicado en 2009, recibió del Premio Pulitzer. Si alguien
quiere saber, más allá de sus prejuicios, qué sucedió en Bagdad durante los
meses más crueles –y qué es la guerra en este siglo- que lea este libro.
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