Cogí el
nombre de esta novela al aire, en una conversación pillada al azar en una
excursión. Hablaban de las muchas muertes. Necesitaba una lectura relajada, sin
verme implicado en ella. Así que la busqué. Le he dedicado varias horas. Se lee
fácil, muy fácil, como, en general pasa con la lectura de género cuando tiene
una cierta dignidad, porque hay literatura de género que es insoportable por lo
mala que es. Esta está bien construida, los capítulos y la trama bien armada,
diálogos ágiles, mucha acción, es decir, en efecto, mucha muerte:
narcotraficantes, policías mejicanos corruptos, agentes de
la CIA y de
la DIA, mafiosos implicados en
múltiples asuntos, peleas entre ellos por llegar a lo más alto de la jerarquía,
narcos de Méjico y de Colombia, espaguetis al otro lado de la frontera. Casi
todo transcurre en la frontera, en las ciudades y estados limítrofes, pero no
sólo operaciones de poca monta, también grandes asuntos, la trama recorre tres décadas,
desde la época del asunto Irán-Contra hasta comienzos del 2000 cuando las
mafias mejicanas se adueñan del tráfico de frontera, donde se halla implicada
la política exterior de EEUU en su obsesión por parar el comunismo nicaragüense
o de las FARC. Todo contado en detalle con muchos personajes, a los que vamos
siguiendo a lo largo de los años, desde un mafiosillo irlandés que se ve metido
en ese mundo casi por casualidad, hasta un policía honrado de la agencia de
narcóticos que se obsesiona con un señor de la droga mejicano al que conoció de
adolescente en un barrio de San Diego, tras la muerte de un compañero, pasando
por un odioso personaje que se mueve entre dos mundos, el de la mafia más
criminal y el de los oscuros designios de la política anticomunista o un
cardenal mejicano tentado tanto por la carne como por la duda, pero sin embargo
hombre de una pieza, o una puta de alto nivel que ve cómo los hombres caen a su
paso y muchos otros, los que se ven tentados por el dinero o por el poder o por
el sexo o por todo ello, los que llegan, los que se quedan a mitad de camino.
Es decir, es una novela que sigue las convenciones del género, pero las sigue
como las seguiría el mejor artesano, cualquiera que fuese su oficio, atento a
los estímulos que desea cliente, el lector, ofreciendo sangre y balaceras, amor y sexo, soplones
reales y ficticios, instinto de poder y ejecuciones, trama ascendente y giros
de guión, con varios momentos en que la acción se adensa y explota. Y además es
creíble porque esas escenas de violencia inusitada las hemos leído en los periódicos
o visto en la televisión.
Tiene un
aire a Los amigos de Eddy Coyle, de George V. Higgins, por la fluidez,
por los diálogos vivaces, por la huida de lo sentimental. De hecho cuando
Winslow cae en episodios románticos la cosa decae, flojea, el lector agradece
que sean breves. Es evidente que el autor no está dotado para la floritura, ni
para la ambigüedad. Las descripciones son escuetas, casi como disparos y apenas
hay empatía con algún personaje, aunque la hay, sobre todo en la última parte
de la novela, cosa que no sucede con Higgins. En fin, trepidante, es la
palabra. Más de 700 páginas, por si alguien está dispuesto, que vuelan.
Al
principio, estuve tentado de dejarla varias veces, me preguntaba, qué hago yo
dedicando tantas horas a esto, con mala conciencia, me informé que era la obra
cumbre de Don Winslow, no la dejé porque deseaba saber cómo seguía aquello. La
lectura me ofrecía todo lo que yo quería en este momento, se fue haciendo
adictiva. Hay muchas cosas inútiles, aparentemente, que un hombre o una mujer
necesita y hace para desahogarse, para liberar tensión y fluidos. Esta lectura
cumple una función parecida. Pero, claro, la literatura es otra cosa o eso me
inculcaron de pequeño.
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