jueves, 16 de mayo de 2013

Dibujos y las uvas del Labrador en el Prado



             No sé si he visto alguna vez El Prado sin colas, creo que es la primera vez que llego a la taquilla para que me atiendan a la primera. Las colas se han trasladado al vecino Reina Sofía para ver Daliiiiiiiiiiií. Así que con todo el sosiego del mundo, en esta primaveral mañana de domingo me paseo por las salas dedicadas a El trazo español en el British Museum. Desde el Renacimiento hasta Goya se hace un repaso al poco conocido y menos valorado dibujo de los pintores españoles. La expo comienza con una impactante Cabeza de monje de Zurbarán cuyas sombras, el carboncillo extendido con los dedos, dibujan una cabeza cadavérica, probablemente de un monje fallecido. Los distintos estilos, separados por escuelas, castellana, valenciana, andaluza y madrileña, son reflejados mediante las diferencias en el uso del lápiz, de la aguada, de la sanguina, ya sean bocetos académicos para pinturas o frescos o dibujos preparatorios para grabados, tapices o litografías. La muestra se detiene, con sendos apartados, en los dibujos de Rivera y de Goya. Se camina a gusto por las salas, sin empujones, sin aglomeraciones. Puedo dedicar todo el tiempo que quiero a cada dibujo.


            A falta de exposiciones espectaculares, el Prado opta de momento por esta instructiva muestra de dibujos de grandes pintores y por otra que aparece en una sala algo retirada de un pintor enigmático, Juan Fernández, el Labrador. Pintor que floreció en España en torno a los años 1630 y 1636. Nada se sabe de él con anterioridad o con posterioridad a esas fechas. Se supone que era extremeño y labrador, y poco más. Bueno sí, que acudía una vez al año a Madrid para satisfacer los pedidos de los embajadores ingleses que eran quienes apreciaban sus obras. Tan sólo se conocen de él 13 obras, de las que el Prado expone 11, aunque es posible que el futuro nos depare alguna sorpresa más. El Labrador es un pintor de uvas. En todos sus cuadros aparecen, incluso en el que más se aparta de su voluntad de dedicarse en exclusiva, hasta donde se sabe, a las uvas, el titulado Florero. Son bodegones extraordinarios, en los en el colmo de la atención por su objeto, hay dos en los que únicamente se ven dos racimos colgando, nada más. Sólo una mosca como elemento extraño, pegada a una uva, como en aquel legendario cuadro de Zeuxis que atraía sobre la tela a los pájaros por su veraz realismo. Pero si se le dedica la atención que el pintor requiere es una maravilla contemplar cada una de las uvas de cada racimo, con maduración y forma diferentes. Sólo uvas con fondo muy negro, con el claroscuro propio de la época, cada una de ellas brillando de una manera determinada y cada una de ellas estimulando el paladar que desea saborearlas de inmediato. En otros cuadros aparece un puñado de racimos colgando de un vástago que se sostiene en el aire y en el que se enroscan los sarmientos y sus hojas casi secas, con variedades de uva diferentes, variedades que probablemente por la época en que fueron pintados ahora no existan ya en la realidad. Se acompaña la exposición con el citado Florero y un par de bodegones con frutos secos, bellotas, uvas, manzanas y algún jarrón de barro donde se exhibe el paso del otoño.

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