miércoles, 17 de abril de 2013

De Atardecida, cielos


           

            Me quedo con estas pildorillas, a modo de haikus, del último libro publicado por Fermín Herrero. Si su poesía cada vez más depurada va a la esencia de las cosas y a la limpieza del lenguaje, creo que voy en la misma dirección si me decanto por este ramillete de versos. Si él reduce, yo me permito más, al fin y al cabo es el lector quien completa cualquier libro. En ninguno de sus libros, este poeta urbano en el campo como ha sido definido, como en éste el ponerse ante las cosas de la naturaleza le lleva al júbilo, como se muestra en la almendra de este libro:



Como si nada hubiere y durar
pudiese esta dicha de ser
y estar en tantos, pleno …
Lo que viene, se va, Hoy,
sobre la flor violeta de los cardos,
mariposas, las últimas, celestes
con un toque añil, blancas moteadas
de negro.

La tarde desde aquí, cómo
está de quieta, de tranquila.
Nadie.

No puede ser el verso cántico
sino escucha, ventana
sin cristales.

Por esta misma
senda me vengo cada
tarde hacia el ocaso.

            … Duermen en el agua
las sombras que nunca han de tener
mis ojos.

Una nitidez última se filtra
entre las nubes y, antes de extenuarse,
me eleva. Soy casi sin mí. No puedo
serlo más. Me desprendo,
cuanto nunca esperé. No es mucho,
para quien habla, todo. Soy casi sin mí.

Un cielo aborrascado, claro
al fondo, apenas una franja,
purísima.

            Mientras tanto
grandes bandadas de estorninos
se dirigen, con prisa. a la ciudad.

Está triste la tarde, tiene
la tristeza de una animal moribundo,
como si se tendiera.

                        Un arrendajo
en el nido de ayer. Con su fragilidad
un hombre que camina, un hombre
apenas, que regresa.

Por un sendero blanco voy
esta tarde tan mustia, qué júbilo
por dentro.

Y al entrar el invierno anochece
de golpe, cuánta ausencia.

El frío afila la chopera,
deja su limpidez, desabrigada.

Qué claridad de nieve por las ramas.

Se ha ido ya la nieve después
de mediodía. Nada dura.

            Entre los restos
de la nevada, zascandil,
un petirrojo escarba.

Está la tarde desolada,
qué cielo tan violáceo.

Han despuntado tenuemente los chopos,
con un dudoso pardo.

                        Cae
la tarde, poco queda, quizá
lo imprescindible.

                        Empiezan a mover,
a rojear los chopos y, en la senda, el sauce
llorón, extraño allí, tras los zarzales,
destella.

Hacia occidente un ascua
de lucidez.

            La neblina que humea donde
los dos ríos se funden. El cielo
desvaído, entre lila y carmesí, o cárdeno,
sobre el crepúsculo, difuminándose.

p. 63 encadenado de haikus.

                        Está
saliendo sobre el cerro la luna
enrojecida.

            En esta edad
un espesor de luz extraño, primavera.

            Cómo cuaja
la primavera en pétalo,
en racimillo de simiente.

                        Declina
el sol, la tarde se recoge.

Alzada ya la luna,
canta el cuco, aquí y allí, me avengo.

De tanto azul el cielo
duda, salvo en las nubes altas
que el rojo inflama.

                        Se arquean
en la ribera los alisos
y pita un tren lejano.

            El aire se adelgaza
cuando viene la noche. Está
el cuclillo cantando, como siempre
a lo lejos.

            Y en torno al sauce del sendero
la ligereza de una mariposa.

Lo que murmura el olmo joven
quién sabe.

La tarde ya vencida, es ya lugar
escueto, sin resguardo.

            En el salto del molino
festonea la espuma del sol, se asemeja
al mar sobre un acantilado.

            Quién tuviese
la cautela del grajo sin la discordia
de su graznido.

            Hasta los junquillos
de enfrente, tan débiles en apariencia,
muestran una pureza que me excede.

Se aligera de luz el campo y puedo
entrar despacio en mí.

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