miércoles, 24 de abril de 2013

Antigua luz, de John Banville



            Como en el allegro de una sinfonía, en el primer capítulo de la novela, el autor presenta los tres temas: el amor entre un adolescente y la madre de su mejor amigo, la pérdida de una hija de 27 años en la costa italiana de la Liguria, el ofrecimiento de un rol protagonista al narrador actor sesentón en una película biográfica. La primera historia es todo pasado, aunque encontrará su final en el final de la novela. La segunda combina el pasado donde la hija encuentra la muerte con el desasosiego presente del padre. La tercera es todo presente, pero se verá afectada por los miasmas de la conciencia que vienen del pasado. No están equilibradas las tres partes, pesa más el dulce llevarse por la reconstrucción morosa y satisfecha del deliquio amoroso. Porque, creo, hay un fallo general en la construcción de la novela: las tres partes no están equilibradas, el pasado está vivo, atrapa, se sigue con interés y delectación, pero el presente es mortecino, vago, como un pegote, en el que al autor no parece creer mucho, y aunque existe un final que pretender englobar y resolver las tres partes, ofrecer una unidad que las ajuste y de sentido, el efecto no se logra.

            Antigua luz es la obra de un estilista. Es proverbial la precisión de Banville, su capacidad para encontrar le mot juste, la palabra exacta, primorosas sus frases descriptivas, inagotable su capacidad de metaforización. Teje las frases como una araña su red o como una costurera sus puntillas o encajes. Es asombroso cómo describe los crepúsculos o el paso de la luz o los colores sobre el firmamento o sobre el mar o sus personajes exentos en los más variados ambientes. Banville es un orfebre de la palabra. La actitud del lector, al menos la mía, es la de babeo, de gozo por estar asistiendo a una tal maestría. Sin embargo, todo cansa cuando se ofrece en exceso y Banville exhibe su virtud desde la primera a la última frase. Y es tanta su prodigalidad, su esmero en pulir las frases y dejarlas tan bien acabadas que el lector, yo, se cansa y se vuelve a la acción y a la trama para ver si encuentra una compensación, y no la encuentra.

            No era necesario saber qué había sido de esa mujer a la que el protagonista y narrador en su adolescencia había amado. Es una pregunta que el lector no se plantea. Todo lo que tiene que ver con las otras dos historias se ve –yo lo he visto- como superfluo. No interesa, porque no se ve el objeto o no se ha sabido explicar, el viaje que el narrador sesentón emprende con su compañera de reparto hacia Portovenere, donde murió su hija, donde muere la novela. Tampoco se entiende, en la parte final, el irse por los meandros de lo que va surgiendo, los personajes alrededor de la película, por ejemplo, alejándose del río principal. Banville es un maestro pero debería trabajar mejor sus tramas.

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