jueves, 25 de abril de 2013

Amour de Michael Haneke



            Es conmovedor ver arrastrar los pies a Jean-Louis Trintignant para atender una llamada de  Emmanuelle Riva. Mucho más cuando se ve el punto de irritación, de insidiosa autoridad con que ella se manifiesta y a pesar de todo verle a él acudir solícito. Por un momento uno retiene esa escena envidiable como ejemplo de una pareja que ha conservado el amor después de una larga vida en común. Pero no pasa mucho tiempo antes de que aparezca el drama, cómo, de resultas de un síncope y una posterior fallida operación, a ella le queda paralizada una parte del cuerpo, y cómo luego va perdiendo poco a poco el habla y el conocimiento. Sin embargo el ánimo de Trintignant no flaquea en ningún momento, es más, se muestra entero y hasta retador cuando en algunas contadas ocasiones la hija de ambos aparece en casa, una Isabelle Huppert entre ausente y aturdida. Un amor absolutamente entregado a una esposa a la que se le acaban los días, hasta el punto que al final de la película uno no sabe cuál es el tema que ha visto reflejado si ese amor desinteresado o una manera ejemplar de decir adiós a la vida.

            La cámara, la dirección, asiste en silencio e impávida a la ceremonia, más que drama, que se desarrolla ante su lente, con un respeto sin tacha a los dos protagonistas. Excepto una escena inicial en un teatro, todo sucede en el interior de una vivienda burguesa, preparada para que en ella continúe la representación. Y sin embargo nada, ningún indicio, ninguna grieta, nos hace temer que lo que vemos trascienda la realidad. Ni siquiera cuando el guionista se permite hacer volar su imaginación, dejando que un sueño cobre vida o, al final, que la muerte, ya anunciada en la primera escena, no sea un negro telón en el que aparezca la palabra fin, sino una puerta que se abre. Despojados de las capas protectoras de la representación y la profesión, de las obligaciones familiares y del respeto social, a las que aluden la visita de la hija, el teatro y el piano del salón –ambos han sido profesores de música-, junto a cuya banqueta aparecen ambos en algún momento, también un antiguo y exitoso alumno que viene a visitarlos y a interesarse por la salud de Anne, quedan reducidos a su humanidad doliente, la vida que ha decidido abandonarles. Ambos quedan solos, a solas con su extinguible condición.

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