Esta novela, Sé que mi padre decía, en principio, es una novela de acción, de serie
negra o psicokiller o como quiera llamarse, pero el fondo es vasco contemporáneo,
con mucha violencia y con la banda etarra en el horizonte.
El prota es un personaje
desmañanado, que ya hemos visto en otras ocasiones, como en los divertimentos de Eduardo
Mendoza, y fracasado, que busca un momento de buena suerte a su perra vida, aceptando
un plan de chantaje que le ofrece una puta que en otra tiempo fue su mujer. Como
ambos, el prota y la puta, sólo ven el dinero al final de la aventura, pero no las implicaciones que
conseguirlo implica, caen en manos de un pistolero durmiente que lleva las cosas
bastante más allá de dónde ellos nunca hubieran imaginado.
La novela se traga de un tirón,
Bilbao aparece por arriba y por abajo y de costado, por el centro, los barrios, los
pueblos, calles y autopistas, casas de medio pelo y tugurios, todo lo mejor que
una novela de género puede ofrecer, con el aliciente de que quien busque comprender
qué pasa en aquel triángulo del norte, donde la muerte planeada ha formado parte
del paisaje hasta hace poco, sin que sus vecinos se llevasen las manos a la
cabeza, al contrario, con muchos aplausos y homenajes, algo va a pillar. No es que Uribe haga una
disección del alma moral del pueblo vasco, ni dé claves sociales o psicológicas, pero algo ayuda a comprender describiendo la geografía donde los hombres se
mueven y el trato que se dan entre ellos. Y está muy bien escrita.
En ese aspecto, en el de contar verdades, los vascos van más
adelantados que los catalanes: hay unos cuantos que hace tiempo perdieron el
miedo y hablan, escriben y filman para entender de que va la cosa. En Cataluña
no ha ocurrido nada semejante, quizá porque no ha habido muertos y la
enfermedad es menos grave, aunque bastante más extendida.
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