Dos lugares atraen la atención en Estambul una vez que se la comienza a conocer. El Gran Bazar y los alrededores de Santa Sofía. Algunos añadirían la Plaza Taksim, una plaza del tamaño de la Plaza de Cataluña, aunque bastante más desordenada. Esta plaza tiene el mérito que de ella parte un largo bulevar peatonaliado, mezcla de Ramblas y Paseo de Gracia, el Istiklal cadassi. Con tiendas de marca, restaurantes de comida rápida, consulados y cafeterías y jóvenes turcos a la moda europea junto a una marabunta de turistas. Nada que merezca el desplazamiento, para eso nos quedamos en el paseo Zorrilla o en la Puerta del Sol. En cambio para aquellos a quienes les guste ir de tiendas, como el Gran Bazar no hay nada igual. Al centro comercial, americano o europeo, participando del mismo concepto, le falta lo que atrae de este lugar: el contacto humano, el regateo -un arte-, el reclamo, la solicitación, el derroche de color, el abigarramiento, sin llegar al agobio de los zocos marroquíes, y la confianza que generan los comerciantes del gran bazar. Nunca se tiene la impresión de que te vayan a engañar, hasta parece que en vez de pagar por las compras te lo vayan a regalar.
Santa Sofía y los alrededores es otra cosa. Es la concentración de historia acumulada: griega, romana, bizantina, otomana, musulmana, turca moderna. El edificio levantado en el siglo VI, en la época de Justiniano, impresiona, la enorme cúpula, las galerías superiores, los mosaicos que han resistido las sucesivas intolerancias religiosas. Toda Estambul está llena de mezquitas, alguna iglesia cristiana debe quedar pero es difícil de ver, pero el perfil de cada una de las grandes mezquitas, cada una construida en memoria de un sultán, repite una y otra vez la imagen de la Hagia Sophia, como si a los arquitectos islámicos se les hubiese acabado la imaginación y no hiciesen otra cosa que rendir pleitesía, siglo tras siglo, a la magna obra de los matemáticos griegos Artemio de Tralles e Isidoro de Mileto. Después de verla todo lo lentamente que se puede -no mucho porque hay que hacer largas colas para entrar y cierran pronto- pasar a continuación por la Mezquita Azul sólo causa decepción. Admite mejor la comparación la luminosa y limpia Suleymaniye Camii, la mezquita del gran arquitecto Sinan.
Junto a Santa Sofía, queda la gran explanada del hipódromo, con algunos restos de la spina: la columna serpentina que estuvo en el santuario de Delfos, a la que le faltan las tres cabezas que tuvo en su momento -una se encuentra el el museo arqueológico-, un par de obeliscos, de ellos uno bizantino y otro egipcio, de la época de Tutmosis III, demediado -al emperador bizantino que lo trajo no se le ocurrió otra cosa que recortarlo 15 metros, y la traza, ahora empedrada, por donde discurrían las carreras. No lejos del hipódromo está la impresionante cisterna con cientos de columnas de 8 metros de altura, excelentemente conservada. No sucede lo mismo con el acueducto de Valente, la columna de Teodosio o las murallas exteriores de la vieja Constantinopla que tanto habían resistido hasta el embate final de Mehmet II.
Sí que hay, por tanto, si el tiempo acompaña, dos lugares por los que merece la pena volver a es ta ciudad de los tres nombres, la basílica bizantina y el gran bazar.
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