sábado, 14 de abril de 2012

Llamada a la oración en Estambul


                Puede aceptarse como un exotismo el canto con pautas horarias de los muecines llamando a la oración, aunque si se tiene pegado a la ventan de dormir el altavoz que amplifica la llamada desde lo alto del minarete, y además la voz no conoce la armonía, se agradece menos. Estambul no se ha desembarazado de algunos peajes del pasado, no es silenciosa como las ciudades centroeuropeas o nórdicas, cuando llega la hora toda la ciudad es un chirrido agrio y gris, sin embargo no interrumpe las actividades o los negocios. Nadie cierra su tienda, no se ve gente extendiendo la alfombra en el suelo para inclinarse hacia la Meca, ni siquiera se aprecia una caída en el vocerío como ocurre, por ejemplo, en la plaza de Xmaa el Fná, cuando el muecín llama en la caída de la tarde. Tampoco se ven muchas mujeres vestidas de negro, de la cabeza a los pies, sí algunas, sobre todo en los barrios más islamizados. Se vive con mucha naturalidad, o eso parece, las maneras diversas de vivir la afección del Islam o de no vivirla. Incluso se puede entrar, descalzado, en las mezquitas y asistir mudo a esa dimisión humana que todavía se practica que consiste en inclinarse o postrarse y musitar letanías o atender a la intromisión moral en la vida, que se acepta cuando el dedo se eleva o señala desde el púlpito. Incluso en la mezquita de Eyup, donde está enterrado un próximo a Mahoma, se puede observar el fervor de gente venida de lejos, entregada al lugar y al nombre, ajena al extraño turista empeñado en fotografiarlo todo, aunque no todo lo puede captar, por ejemplo, los recintos separados para las mujeres, en galerías pequeñas y apartadas u ocultas o en el piso superior, todavía dando por real la impureza que acompaña a la mujer, señalando su inferioridad.

               

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