jueves, 12 de abril de 2012

Estambul


               Comenzar el viaje con un chaparrón, bajando por la avenida Istiklal, reconvertida en bulevard peatonal, seguir dos días enteros y la mañana del siguiente, haciendo largas colas para visitar monumentos, buscando ropa de abrigo en el gran bazar, bajo la lluvia, sin descanso, con el paraguas en ristre, con la temperatura bajando progresivamente y la humedad penetrando en los huesos, no es la mejor manera de apreciar una ciudad. Añádase la habitación de un hotel de cuatro estrellas, pequeña, muy pequeña para dos personas, con una obra justo al lado, donde los camiones empiezan a trabajar a las nueve de la noche y no paran hasta las tres de la madrugada y cuando acaban le sustituye de fondo el monótono, continuo ruido del compresor del hotel que tampoco descansa. Hay más, la comida. Hay gente que aprecia la comida turca, las guindillas que aparecen traicioneramente casi en cada plato, las especias fuertes, en todos, en todos los platos, desde las inocentes aceitunas hasta los blandos dulces, con una mezcla tal de sabores que no hay manera de adivinar cuál pueda ser el original. Los turcos no aprecian la comida si esconden de ese modo los sabores naturales. El olor de las especias invade las calles, te asalta en cualquier rincón, en el aliento de un hombre en el metro, en el interior de una tienda de telas, en las bufaradas que salen de los restaurantes: acritud de estómago, malestar, ganas de vomitar, dos días sin comer. Hay gente que aprecia la comida turca, lo sé, hay gente que siempre, pase lo que pase, dice que le ha ido muy bien, que el país visitado es una maravilla, que volverá a repetir, lo sé.

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