En la nueva
traducción de la novela de Flaubert la traductora, María Teresa Gallego para
Alba, ha optado por titularla “La señora Bovary”. Probablemente desaparecerá la
mitad de la magia que el nombre invoca. Algo parecido a lo que le ocurre al
viejo lector que va a verla representada en un escenario.
Verla en la
misma habitación toda la función, de apagados tonos azules, a media luz,
hablando con su esposo el doctor Charles Bovary o con sus dos amantes, Rodolfo
y León, es reducirla a una mujer cualquiera, una mujer sin poder de
convocatoria, por la que nunca se habría interesado Gustave Flaubert. Tampoco
ayuda mucho este montaje que reduce la novela a poco más de hora y media, con
sólo tres personajes sobre la tarima. La obra no tiene tensión, sólo palabras,
diálogos, algún monólogo dicho en voz alta delante del resto de los personajes,
y una frialdad que no abandona ni siquiera cuando Rodolfo aparece desnudo en la
cama de los esposos Bovary para hacer una escena donde no hay ni un gramo de
erotismo. Se nos cuenta también la famosa escena del fiacre, cuando Emma se
entrega por primera vez a Léon en un carruaje que, con las cortinas bajadas,
recorre una y otra vez las calles de Rouen, pero sin que el relato produzca un
pellizco en la carne del espectador, no hay manera de que la imaginación se
eche a volar. A ello contribuye la directora, Magüi Mira, que no ha conseguido
encontrarle el pulso a la función, pero también los actores. Madame Bovary, en
la novela, tiene dos papeles, es dos personajes a un tiempo, pero Ana Torrent
sólo ofrece uno. Armando del Río, en el papel de Rodolfo, se muestra envarado
en exceso y Fernando Ramallo ha mecanizado los gestos del joven tímido. El único
que da el tipo es Juan Fernández, en el papel de esposo comprensivo e inocente.
El programa
de mano recoge una frase de Vargas Llosa: “La historia de Emma Bovary es una
ciega, tenaz, desesperada rebelión contra la violencia social que sofoca su
derecho al placer…”. Eso es lo que no se ve en la función del Teatro Bellas
Artes de Madrid.
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