miércoles, 21 de marzo de 2012

L’Hermitage en el Prado



 
  1. ¿Qué hacían los financieros, lo hombres de Estado de la España del XIX y comienzos del XX con respecto al arte de su época?, ¿por qué se interrumpió el gusto por el coleccionismo que los monarcas españoles, Austrias y Borbones tuvieron durante siglos? ¿Dónde están los Serguéi Schukin e Iván Morózov? Qué envidia ver las obras prestadas del Hermitage en las salas del Prado.

  1. El Prado está cojo, le falta un periodo de la historia del arte que apenas complementan el Reina Sofía y algo más el Tyssen.
 
  1. Habrá que ver qué queda de las grandes inversiones de los jefecillos autonómicos en los últimos años en sus museos provinciales. Tanto gasto en arquitectura ¿efímera?

  1. Qué generosidad la del Hermitage con el Prado, ciento ochenta obras: es impagable poder contemplar la Composición VI de Kandinsky, de 1913, junto al Cuadrado negro de Malevich, de 1932. Kandinsky tanteando en una nueva forma de representación, que se convierte en gozosa explosión de líneas y colorido –amalgama de rojos, verdes, azules: la belleza sin más-, junto a la concisión del cuadrado negro del suprematismo. No podía señalarse mejor el camino de la pintura, del manifiesto inicial al nivel más alto de abstracción, mejor que un incendio para mostrar las ruinas del pasado.

  1. Qué alegría encontrarse con obras como La bebedora de absenta de Picasso, mate y rugoso, áspero, ese lienzo sin tratar que sólo se puede ver contemplando el cuadro en directo. O el Autorretrato de Soutine, 1920, el bielorruso, un Bacon antes de Bacon, un  garabato verde que en el rostro se convierte en rojo torturado, en compañía de la máscara trágica que Bourdelle traza en bronce de Beethoven. O esas bolas de petanca de intenso verde sobre un prado también verde pero más claro, con esas tres figuras rosadas, desnudas y descuidadas, en el Juego de bolas de Matisse. O el bellísimo retrato de Van Dongen de la mujer en verde con sombrero negro, con esas sombras violetas bajo los ojos, o el Cezanne del paisaje con trazos verdes muy oscuros casi negros, con zonas sin pintar que tampoco podrían apreciarse en la reproducción de un libro. En fin, el bodegón metafísico de Morandi, Léger, Delaunay.

  1. No me han impresionado la orfebrería de todo tipo y cultura, la ornamentación cortesana, los grandes jarrones propios de la pompa de nuevos ricos o de las satrapías orientales de las que en parte es deudora la corte ilustrada peterburguesa. 

  1. Sí, en cambio, esa maravilla que es El tañedor de laúd de Caravaggio, plenitud del barroco, a pesar de su aparente sencillez y luminosidad. El delicado tañedor, envuelto en una luz que parece caer como el encendido deseo del Zeus que hemos visto en la Danae de Tiziano, que inunda la figura andrógina de labios gruesos y rojos, de mofletes carnosos, ligeramente colorados, la piel manchada por las pecas o el acné, de dedos largos y cejas larguísimas y finas, el mentón partido y el enorme escote femenino de la blusa. Es fácil imaginar cómo bulle la sangre de Caravaggio mientras mira y remira a su objeto, cómo deposita en el lienzo los colores del bodegón que conforman el laúd, el violín, las flores y el plato de fruta que transmiten una embriagadora calidez.

  1. O el retrato de un hombre de Rembrandt que parece adelantarse al modo como los impresionistas querían atrapar la sorpresa del instante o esos dos personajes de Friedrich vestidos con extraños atuendos, ¿intemporales?, mirando cómo emerge la luna en equilibrio sobre la misma línea del horizonte, sobre la que bailan igualmente las cabezas de las dos figuras.



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