Este libro de relatos, El
hombre que vendió su propia cama, padece de indefinición de estilo. No es
que no me guste, me ha gustado más que sus novelas, la lectura es ágil, vuelan
las páginas, sin embargo Vicente Molina Foix ha preferido buscar la unidad del
libro en los temas antes que en el estilo, lo que le aleja de la perfección que
de otro modo podría haber conseguido.
Algunos
relatos son clásicos, con presentación, desarrollo y final. Son los más
logrados. Otros, siguiendo la pauta del ya viejo realismo sucio, presenta
retazos de la vida cotidiana, en ellos no consigue la maestría de los grandes
escritores americanos de finales del XX como Carver, Richard Ford o Tobías
Wolff. Sin embargo, como digo, este libro ha sido para mí una grata sorpresa. Un
par de ejemplos, los más cercanos al realismo sucio:
A su edad
En estas
historias de hombres que salen de parejas fallidas, que una y otra vez vuelven a
intentarlo, el de esta historia es un viudo que un día se asusta por un ardor
en el pecho que asocia a su corazón. Consulta a los médicos y ve que la cosa no
es muy grave, una simple hernia de hiato. Él y la mujer con la que sale los
fines de semana trabajan en estafetas de correos. Conoce a los tenderos del
barrio por su nombre, Odón el de las patatas fritas, Pilar, la del estanco, a
quien sólo puede comprar cerillas para encender el gas porque ha dejado de
fumar, la señora Manuela, que le vende los huevos, recién puestos por sus
gallinas, a las que se oye al fondo de la tienda. En su rutinaria vida, es en
los fines de semana cuando se sale algo de la norma, cuando queda con Eugenia para
cenar, bailar y compartir la cama. Eugenia tiene dos hijos a punto de entrar en
la adolescencia, Sara y Néstor. Un día Sara desaparece. Eugenia y el hombre
viudo la buscan angustiados hasta que suena el móvil y la chica les dice que se
ha convertido en ocupa. El edificio que en su día perteneció al Hogar Moderno
ahora amenaza ruina. Parlamentan con la chica y Eugenia llega a un pacto, Sara
pasará de vez en cuando por casa, dejará la ropa sucia, llamará a su madre cada
día y una vez al mes comerá con su madre y hermano. El viudo y Eugenia
terminaron subiendo a casa, a pesar de ser día laborable.
Llevaban unos pocos meses
casados, el taxista y una conocida de la secretaria judicial fueron los
testigos del enlace. Se habían conocido en la oficina del paro, él estaba en la
cola, ella en la mesa, gestionando las ofertas de empleo. Los apretones en la
cama fueron felices hasta que decidieron pasar una semana en la costa. Nadaron,
se tostaron al sol, cuando el tiempo cambiante se lo permitió. Ella comenzó a
ver algo oscuro, cuando desde lejos vio como él entregaba un billete a una
señora vestida de negro que, a cambio, le dejó a su niño pequeño para que lo
paseara por la playa. Vio cómo le compraba helados al niño, cómo éste se ponía
a llorar cuando una bola de fresa caía en la arena, vio cómo él recogía las
lágrimas con los dedos y se las llevaba a los labios, cómo lo alzaba en brazos
y le daba dos besos en los ojos llorosos. Ella, presurosa, de vuelta al hotel, comenzó
a buscar en sus cajones. Quiso adelantar el regreso. Cuando volvieron a casa,
el primer día no fue a trabajar alegando estar enferma. Rebuscó entre sus
cosas, en un secretere, dentro de un sobre, vio fotos de niños, fotos donde las
cabezas recortadas habían desaparecido. Abandonó su casa, agitada, para
perderse en la ciudad. A la vuelta, se dio cuenta que no había arreglado el
desorden. No lo volvió a ver en casa. Temió por él, lo buscó aquí y allá.
Alguien le explicó dónde podría encontrarlo. Estaba junto a un río, en la
orilla, mirando fijamente al fondo; ella temió lo peor, se acercó a él, lo tomó
en brazos. Él señaló el lecho del río, allí donde se dibujaba, desmadejada, una
cruz con piedras. En aquel exacto lugar, en un descuido, había caído su hijito.
Se abrazaron mientras la lluvia empapaba sus cabellos. Ella recogió las gotas
que resbalaban por su frente y los pómulos y se las llevó a la boca para saber
a qué sabían.
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