miércoles, 15 de febrero de 2012

El ruido de las cosas al caer


             Juan Gabriel Vásquez tiene una diana pero tarda mucho en apuntar, en disparar, en acercarse a ella para ver los efectos. Demasiadas páginas dispersas, demasiadas frases que no conducen, que agotan la paciencia. La diana aparece al final y cuando lo hace la novela cobra vida, los personajes comienzan a decir cosas que nos atañen, que nos interesan. El narcotráfico convertido en terrorismo, la posibilidad, en los años 80, de destruir un país entero, como ahora le está sucediendo a México, como pudo sucederle a España, aunque, este viejo Estado, a pesar de todo, es fuerte y la conciencia cívica contra ETA –una parte de la clase media culta que se atrevió, con sentido de la dignidad, Gesto por la paz, Basta ya- poderosa. Los personajes hablan de eso, de cómo el terrorismo les achicó la vida hasta el punto de convertirlos en animales miedosos.

            Las novelas deben contar algo, no ser simplemente una idea, aunque la idea sea buena, es lo que le pasa a El ruido de las cosas al caer. La idea está ahí, unos personajes sometidos a la violencia que el narcotráfico convertido en terrorismo ejerce sobre ellos y sobre todo un país, pero falta la historia o está tan poco elaborada que el lector no encuentra episodios suficientes para ir atravesándola, como se atraviesa un río saltando sobre las piedras en su lecho, tampoco los personajes están tan trabajados como para ser significativos, sólo levemente apuntados.

            Un profesor de derecho conoce en una sala de billares a un hombre del que sólo llega a saber que es o fue piloto, pero que ahora anda como abandonado, no se sabe por quién. Un día, después de muchas páginas, ambos sufren un atentado, el piloto muere y el profesor sufre una herida y su cuerpo cambia. Al cabo de más páginas nos enteramos de que el profesor está casado, acaba de tener una niña y tiene una crisis de pareja a consecuencia de la herida. Con sobreañadido esfuerzo el lector se va enterando de que también el piloto estaba casado, con una gringa, y de que la gringa murió en un accidente de aviación. Muchas páginas después se nos cuenta su historia, voluntaria de la paz en la época de Kennedy, que conoce al hijo de los dueños de la vivienda donde tiene una habitación de prestado. Que se amarán, se casarán y tendrán una hija. Es en el episodio final de la historia donde realmente cobra interés la novela: el profesor abandona a su mujer y a su hija, para bajar de la fría altura de Bogotá al trópico del valle del río Magdalena donde va a encontrarse con la hija que el piloto y la gringa tuvieron. Ahí se tejerán los hilos que faltan para completar la historia. Se hablará de la pesadilla de Colombia en los ochenta, del paso del tráfico de la marihuana a la cocaína, de Pablo Escobar y su Hacienda Nápoles, de los asesinatos de políticos, del terrorismo generalizado, de la destrucción del país.

            El problema de esta novela es que la peripecia personal es frágil, apenas apuntada, que sólo hay reflexión, aunque tampoco mucha, que es demasiado impresionista, esbozos sueltos para definir a los personajes, para describir el paisaje, para situar el estado de ánimo de los protagonistas y del país, aunque habrá quién piense que esa es la principal virtud de la novela, quizá con mejor criterio que el mío, yo sólo emito una opinión.

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