Juan Gabriel Vásquez tiene una diana pero tarda mucho en
apuntar, en disparar, en acercarse a ella para ver los efectos. Demasiadas páginas dispersas, demasiadas frases que
no conducen, que agotan la paciencia. La diana aparece al final y cuando lo
hace la novela cobra vida, los personajes comienzan a decir cosas que nos
atañen, que nos interesan. El narcotráfico convertido en terrorismo, la
posibilidad, en los años 80, de destruir un país entero, como ahora le está
sucediendo a México, como pudo sucederle a España, aunque, este viejo Estado, a
pesar de todo, es fuerte y la conciencia cívica contra ETA –una parte de la clase
media culta que se atrevió, con sentido de la dignidad, Gesto por la paz, Basta
ya- poderosa. Los personajes hablan de eso, de cómo el terrorismo les achicó la
vida hasta el punto de convertirlos en animales miedosos.
Las novelas
deben contar algo, no ser simplemente una idea, aunque la idea sea buena, es lo
que le pasa a El ruido de las cosas al caer. La idea está ahí, unos
personajes sometidos a la violencia que el narcotráfico convertido en
terrorismo ejerce sobre ellos y sobre todo un país, pero falta la historia o está
tan poco elaborada que el lector no encuentra episodios suficientes para ir
atravesándola, como se atraviesa un río saltando sobre las piedras en su lecho,
tampoco los personajes están tan trabajados como para ser significativos, sólo
levemente apuntados.
Un profesor
de derecho conoce en una sala de billares a un hombre del que sólo llega a
saber que es o fue piloto, pero que ahora anda como abandonado, no se sabe por
quién. Un día, después de muchas páginas, ambos sufren un atentado, el piloto
muere y el profesor sufre una herida y su cuerpo cambia. Al cabo de más páginas
nos enteramos de que el profesor está casado, acaba de tener una niña y tiene
una crisis de pareja a consecuencia de la herida. Con sobreañadido esfuerzo el
lector se va enterando de que también el piloto estaba casado, con una gringa,
y de que la gringa murió en un accidente de aviación. Muchas páginas después se
nos cuenta su historia, voluntaria de la paz en la época de Kennedy, que conoce
al hijo de los dueños de la vivienda donde tiene una habitación de prestado. Que
se amarán, se casarán y tendrán una hija. Es en el episodio final de la
historia donde realmente cobra interés la novela: el profesor abandona a su mujer
y a su hija, para bajar de la fría altura de Bogotá al trópico del valle del
río Magdalena donde va a encontrarse con la hija que el piloto y la gringa
tuvieron. Ahí se tejerán los hilos que faltan para completar la historia. Se
hablará de la pesadilla de Colombia en los ochenta, del paso del tráfico de la
marihuana a la cocaína, de Pablo Escobar y su Hacienda Nápoles, de los
asesinatos de políticos, del terrorismo generalizado, de la destrucción del
país.
El problema
de esta novela es que la peripecia personal es frágil, apenas apuntada, que
sólo hay reflexión, aunque tampoco mucha, que es demasiado impresionista, esbozos
sueltos para definir a los personajes, para describir el paisaje, para situar
el estado de ánimo de los protagonistas y del país, aunque habrá quién piense
que esa es la principal virtud de la novela, quizá con mejor criterio que el
mío, yo sólo emito una opinión.
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