miércoles, 20 de julio de 2011

Truman Capote II


Truman Capote hizo de la escritura una extensión de su personalidad. Las personas que fue encontrando a lo largo de su vida, que le abandonaron en su infancia, que le arroparon después, que se dejaron deslumbrar por su personalidad, el mundo de los ricos y famosos, fueron el material que le sirvió para publicar en revistas como Harper’s Bazar o The New Yorker o para confeccionar los libros que le dieron fama. Pero el objeto de todo ello era el reconocimiento. Necesitaba ser el centro de atención del mundo, que en las fiestas todos estuviesen pendiente de él, embelesados ante su derroche de ingenio y malicia, y que le llenasen de elogios cuando publicaba, que le reconociesen como el más grande escritor, aún cuando utilizase a sus amigos y benefactoras para construir los personajes frívolos y vacíos de Desayuno en Tiffany’s o los capítulos publicados de Plegarias atendidas. Capote quedó extrañamente sorprendido cuando sus amigas rompieron con él al verse reconocidas en “La Côte Basque”, uno de esos capítulos. No se recuperó de ello y aceleró su declive. Para Capote escribir era continuar el juego social en el que todo le estaba permitido. Su infortunio vino de levantar su éxito sobre las pequeñas traiciones hacia quienes habían confiado en él, por contar los chismes de quienes extendieron ante él las vajillas de plata y las tumbonas en los yates. Capote no había aprendido a vivir en soledad, y cuando sus amigas le cerraron las puertas se vino abajo y se entregó al alcohol y a las drogas. A ello se unió su incapacidad de retener a alguno de sus sucesivos amantes. A algunos los persiguió con saña, contratando matones para apalearlos, destruir sus coches o incendiar sus apartamentos.

Su gran momento llegó con A sangre fría. Un gran éxito -crítica, ventas, derechos cinematográficos, conferencias en las universidades-, aunque con la frustración de no conseguir el Pulitzer o el National Award. Pretendía haber inventado un género nuevo, la novela “impecablemente verídica”, como alardeaba. Si no inventó un género, una legión de periodistas y escritores siguieron sus pasos construyendo reportajes a la manera de lo que llamaban “novelas con hechos”, mezclando ficción y realidad. El problema de Capote era afirmar que todo era real, que era preciso en los detalles, que nada había inventado. Es lo que se le ha echado en cara posteriormente y lo que ha hundido la reputación de A sangre fría. La trama de la elaboración de esta obra ocupa muchas páginas en la larga biografía (Truman Capote, Gerald Clarke), aunque no es tan exhaustiva como la película del mismo título. El autor de la biografía nos muestra un Capote que se debate entre la fidelidad a los protagonistas del suceso que da pie a la historia, que esperan en el corredor de la muerte, y su urgencia por publicar el libro; su deseo de que no haya más demoras en la ejecución y las lágrimas por los asesinos, con quienes ha establecido una relación de afecto y amistad. También detalla las escenas inventadas a pesar de asegurar que A Sangre fría reflejaba la realidad de los hechos hasta el más mínimo detalle. Un gran éxito frustrado tras el que se iniciaría el declive literario y el derrumbe personal.

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