Truman Capote hizo de la escritura una extensión de su personalidad. Las personas que fue encontrando a lo largo de su vida, que le abandonaron en su infancia, que le arroparon después, que se dejaron deslumbrar por su personalidad, el mundo de los ricos y famosos, fueron el material que le sirvió para publicar en revistas como Harper’s Bazar o The New Yorker o para confeccionar los libros que le dieron fama. Pero el objeto de todo ello era el reconocimiento. Necesitaba ser el centro de atención del mundo, que en las fiestas todos estuviesen pendiente de él, embelesados ante su derroche de ingenio y malicia, y que le llenasen de elogios cuando publicaba, que le reconociesen como el más grande escritor, aún cuando utilizase a sus amigos y benefactoras para construir los personajes frívolos y vacíos de Desayuno en Tiffany’s o los capítulos publicados de Plegarias atendidas. Capote quedó extrañamente sorprendido cuando sus amigas rompieron con él al verse reconocidas en “La Côte Basque ”, uno de esos capítulos. No se recuperó de ello y aceleró su declive. Para Capote escribir era continuar el juego social en el que todo le estaba permitido. Su infortunio vino de levantar su éxito sobre las pequeñas traiciones hacia quienes habían confiado en él, por contar los chismes de quienes extendieron ante él las vajillas de plata y las tumbonas en los yates. Capote no había aprendido a vivir en soledad, y cuando sus amigas le cerraron las puertas se vino abajo y se entregó al alcohol y a las drogas. A ello se unió su incapacidad de retener a alguno de sus sucesivos amantes. A algunos los persiguió con saña, contratando matones para apalearlos, destruir sus coches o incendiar sus apartamentos.

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