Dice el introductor a las obras de René Descartes, Cirilo Flórez Miguel, que publica la editorial Gredos en una magnífica edición, que la filosofía tiene un segundo comienzo en el siglo XVII, cuando emerge la modernidad, y que el héroe de ese momento es Descartes.
Descartes comenzó a pensar cuando Montaigne acababa de morir y cuando Galileo acababa de descubrir los satélites de Júpiter. Los ensayos de Montaigne le proporcionan la conciencia de ser un sujeto y actor de la historia. Galileo es el científico que no se contenta con contemplar o admirar el libro de la naturaleza sino que pone su ingenio, fundado en su conocimiento de la física, para actuar en la naturaleza. El propio Descartes recorrió Europa como soldado, metáfora del sujeto en movimiento, antes de instalarse en Holanda, el país más libre de entonces, huyendo de procesos inquisitoriales como el que padeció Galileo.
La época de Galileo y de Descartes, el siglo XVII, es la del nacimiento del sujeto burgués y su sentido práctico: si la esencia del mundo es irreductible a qué pugnar por llegar hasta ella, por qué no, mejor, construir una hipótesis o simular un mundo que de cuenta de modo verosímil de la realidad. Una construcción, una fábula, ordenada por las reglas de la razón, no por los datos cambiantes y engañosos de los sentidos. Porque el orden de la naturaleza no es el orden del saber que sólo encuentra su fundamento en el poder del sujeto, en las reglas que éste establece. Así, como los sentidos no pueden llegar hasta los astros y ver su funcionamiento, la astronomía lanza hipótesis –fabulas- para explicarlos. La construcción del saber es un acto que inicia el sujeto burgués del XVII, un acto de su entendimiento. Al abandonar la contemplación medieval, la recepción pasiva de los hechos a través de los sentidos, y afirmarse como sujeto activo capaz de fabular o construir ficciones sobre la realidad, el hombre se sitúa en camino de dominar el mundo, de someterlo a la técnica, de organizar el saber en función de la utilidad. Las ficciones o hipótesis adquieren validez en función de su utilidad, no importa si se corresponden o no con la realidad. El sujeto moderno no quiere conocer la estructura interna de la naturaleza, sino su funcionamiento, por eso trabaja con conjeturas o suposiciones, no busca la verdad del mundo sino la verosimilitud del objeto construido en la mente; del realismo aristotélico basado en al semejanza al objetivismo –un saber objetivo que la mente crea mediante el método matemático- basado en la verosimilitud.
Pues, antes que cualquier otra cosa, nos experimentamos como un “yo existente” (yo soy, pensando). La primera certeza de Descartes, la gran novedad de este nuevo comienzo de la filosofía, es la del sujeto que se autoafirma, fuera de toda duda, la de una naturaleza inteligente, capaz de engendrar su propio mundo. A partir de esa certeza, el “yo” se despliega en el mundo: yo siento, yo veo, imagino, pienso, quiero, hablo. Se le hacen perceptibles todas las cosas en el espíritu, en la conciencia. El alma, el espíritu mejor, es para Descartes el horizonte de visibilidad, la luz trascendental en donde se hace visible toda la realidad.
La mente (el alma, el espíritu, el noûs aristotélico) no es un espacio de representación sino el lugar donde emerge la fuerza, donde el yo actúa para conocer y dominar el mundo nuevo. Ya no se concibe el alma como principio de vida; queda separada con nitidez la naturaleza del espíritu. Lo propio del espíritu es la invención – “acto de pura intelección”; el espíritu crea, la naturaleza reproduce.
El cogito cartesiano (“yo pienso, luego soy”) no lo deduce Descartes por un silogismo, no es obra del razonamiento o enseñanza de maestros, es una experiencia, una simple intuición, una evidencia. Tampoco es una representación, sino un acto inmanente al hombre. “La vida sintiéndose a sí misma vivir como ego” (M. Henry).
Distingue Descartes la ciencia de lo real –física- de la metafísica y matemática. Si en estas el tipo de certeza es absoluta, en aquella sólo es probable, es decir, diferencia entre certeza metafísica y certeza moral. De ahí nace la ciencia moderna que trabaja con hipótesis o suposiciones. Afirma, Flórez Miguel, que Descartes tiene una concepción hipotético-deductica, al modo de Popper, de la ciencia. Para la ciencia el objetivo no es la verdad absoluta, sino su utilidad para la vida humana.
El objetivo último de la filosofía cartesiana no es el yo pienso, ni el yo siento, sino el yo quiero. La moral cartesiana no es estoica contra lo que algunos han dicho, parte de “la determinación firme (no indecisa) de una voluntad libre que nace de la sola luz de la razón”. La autonomía del hombre que se afirma a sí mismo; construir el modelo de naturaleza que mejor le sirva para dominarla y un modelo de vida que le haga feliz, que lo proporcione el contento espiritual. La virtud no es cuestión de sabiduría, sino de decisión. Frente a lo que han achacado algunos a Descartes, el último, Damasio en El error de Descartes, la concepción de la mente como realidad abstracta completamente desligada del sentimiento, habría que hablar más bien de la mente corpórea cartesiana:
“La naturaleza también me enseña por esos sentimientos de dolor, de hambre, de sed, etc., que no estoy solamente alojado en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que, más allá de ello, estoy unido a él muy estrechamente, y confundido y mezclado de tal manera que compongo con él como un solo todo”.
En Descartes, afirma Flórez Miguel, “el hombre deja de ser concebido como un continente capaz de ser habitado por Dios y divinizado y pasa a ser concebido como una potencia (naturaleza humana) capaz de ejecutar acciones y dirigir su propia vida”. El individuo burgués no busca la verdad, su contemplación, sino que está entregado –pasión- a la acción, a la dirección de su vida.
Sin embargo, a pesar de la interpretación omnicomprensiva que hace Cirilo Flórez Miguel, subsisten los dos aspectos más problemáticos de la filosofía cartesiana: el encaje de Dios y el dualismo. A Dios lo necesitaba Descartes para salir del callejón sin salida en que se encontraba por el subjetivismo del “yo soy”. Descartes necesita demostrar la existencia de un mundo independiente de sus pensamientos y sensaciones, un mundo objetivo del que el propio “yo soy” forma parte. Descartes necesita, por ello, postular la existencia de un ser independiente de sí mismo. De la naturaleza de Dios deducirá la naturaleza del mundo objetivo, ya que no podía dar crédito a los engañosos sentidos, así como también la verdad de Dios garantizaba la aspiración a un conocimiento verdadero, pero, precisamente, el problema de la existencia de Dios es un problema relativo a aquello que es verdadero. El mayor fracaso de Descartes consiste en su intento de unir las dos sustancias separadas, el cuerpo y el alma, lo inmaterial –el alma, la mente, el espíritu- y el objeto material. Flórez Miguel hace enormes esfuerzos por explicar en que consiste la glándula pineal -"el principal asiento del alma"-, el lugar de la interacción del cuerpo y el alma. El problema de la concepción dualista del mundo persistirá en la filosofía posterior durante varios siglos.
Sorprende la claridad expositiva de Descartes, su falta de tecnicismos, su pensamiento se sigue con facilidad en las buenas traducciones que ofrece la editorial Gredos, virtud que con el tiempo han ido perdiendo los filósofos franceses, y en general los filósofos. Como buena es la introducción que el profesor salmantino, Cirilo Flórez Miguel, hace del autor, situando su pensamiento en la época en que surgió y poniéndolo en contraste con los pensadores y contradictores de su tiempo.
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