domingo, 24 de abril de 2011

Portugal 7. Tomar

Las nubes cubren el horizonte, aunque de momento sólo caen algunas gotas. Nos acompañan desde Óbidos hasta Tomar. Se comprende que Portugal tenga problemas para mantener tanta autovía nueva. Supongo que a su construcción ha contribuido el capital de los fondos europeos. Son flamantes, cruzan el país por doquier y se nota el exceso hasta en los accesos a pequeñas ciudades. ¿Era necesario tanto carril desdoblado para un país tan pequeño?


El dinero gastado en asfalto no ha servido para proteger el patrimonio cultural del país. Aunque ha avanzado la conservación de las obras, se ven los escasos recursos disponibles, incluso en bienes protegidos como patrimonio universal. Para acceder al tercero de estos monasterios medievales de gran valor, hay que desviarse de la ruta principal y después, una vez en Tomar, desviarse otra vez para llegar a la entrada que no está en obras. En seguida emerge un gran torreón ennegrecido por los siglos: la lluvia, el musgo, los líquenes.


Parece ruinoso, aunque una vez dentro no lo es tanto. El convento de Cristo de Tomar es un enorme edificio construido en un alto que domina la ciudad y que ha pasado por muchas vicisitudes. De monasterio fortaleza templaria en el siglo XII pasó a los caballeros de Cristo en 1356, cuando la orden templaria fue disuelta. Engrandecido sucesivamente por Enrique el Navegante, a comienzos del XV, y por Juan III en el siglo XVI. Hay por tanto elementos arquitectónicos de diversos estilos: románico, gótico, manuelino, renacentista, barroco. Me recuerda a otro edificio impresionante, al que también le falta un buen lavado, el Convento de San Benito de Alcántara.



Una vez dentro, la impresión es la de estar encerrado en un enorme laberinto, compuesto por una sucesión de siete claustros y múltiples dependencias, la sala capitular, la sacristía, las cocinas, las letrinas o el vasto dormitorio dispuesto en cruz, con dos grandes corredores de sucesivas celdas alguna de las cuales es visitable. Los claustros -entre los que destaca el hermosísimo claustro renacentista- de varios niveles, con accesos de todo tipo entre las plantas, majestuosas escalinatas, escaleras de caracol insertas en torres para llegar a las terrazas, un espléndido laberinto, como digo, del que se necesitan muchas horas para disfrutar a gusto.


Sin embargo, si se sigue la ruta señalizada por fuerza se ha de apreciar la portada, la gran ventana manuelina que da al capítulo y la impresionante iglesia de planta circular, que fue el oratorio de los templarios, posteriormente ampliada en una nave que da paso al coro. La decoración de esta especie de baldaquino que es el oratorio embelesa: pinturas, frescos, la estatuaria dorada, la cúpula bizantina. Cuesta apartar los ojos de tanto requerimiento para seguir la visita.


En una sala amplia, húmeda, hoy medio arruinada, la nueva sala del capítulo, nunca acabada, se celebraron en 1581 las cortes que reconocieron la autoridad de Felipe II sobre el reino de Portugal. Para la ocasión se cubrió la sala con velas de navío y las paredes con tapices.


A la salida diluvia. Por momentos, a pesar del buen trazado de las autovías, hay que detener el coche en el arcén porque no se ve más allá del parabrisas. Nos cuesta abandonar este país. Paramos en Guarda de nuevo para buscar una de sus exquisitas pastelerías y comprar el queso de la Serra de la Estrela que tanto nos ha gustado.

De vuelta a casa, durante kilómetros y kilómetros de autovía vacía de tráfico -la gente debe estar en las procesiones- sentimos la humillación a que nos somete el gobierno de este país. Ese ridículo 110/hora. Los coches extranjeros pasan junto a nosotros a velocidad de ave. Cara de tontos, enorme pérdida de tiempo.

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