domingo, 17 de abril de 2011

Portugal 2. Serra da Estrela


Belmonte es el pueblo donde nació el descubridor de Brasil, Pedro Álvarez de Cabral, al que denominó Tierra de la Santa Cruz. Un museo de los descubrimientos lo recuerda. Situado en una colina, y en lo más alto un castillo bien conservado, con una hermosa y amplia ventana manuelina, hay una magnífica vista sobre el valle y los montes cercanos de la Serra da Estrela.


A solas, en el pasadizo que recorre las almenas, domina el silencio, apenas interrumpido por los pájaros, algunas voces de niños y grupos de turistas portugueses con muchas monjas. Se divisan las crestas onduladas de granito y algunos neveros.


Desde Belmonte se llega a Covilha, la puerta de la Sierra, a través de un valle verde y arbolado. La ciudad se extiende en la falda de la montaña. Hay casas modernistas, restauradas, en el centro de la población. Se gana altura rápidamente. En este lado de solana pronto desaparecen los árboles. El paisaje se torna áspero y pedregoso. Penyas da Saúde es una urbanización a 1300 metros de altura. Se ve un enorme bloque en construcción abandonado; su ruina parece de una crisis anterior a la que estamos viviendo.


Cerca de los 2000 metros que es la máxima altura de la Sierra y de Portugal, enormes bloques de granito gris invitan a detenerse y contemplar sus curiosas formas. En un paraje han tallado un gran relieve de una Virgen protectora. Surcos de agua brotan aquí y allá buscando el Zezere, el río que formó el impresionante valle glaciar que se abre al otro lado.


Torre es el punto de máxima altura, 1996 metros, una gran explanada, un centro de recreo de donde parten pistas de esquí, con centros comerciales, donde descubrimos el riquísimo queso de oveja de la sierra, pan de maíz dulcísimo y un jamón igualmente sabrosos. El remonte sigue rulando, pero sin pasajeros. Sólo quedan algunos montones de nieve de las pasadas nevadas. Algunos niños se deslizan en trineo o en planchas de plástico. El sol cae a plomo; lo sentiré más tarde sobre mi frágil epidermis.


Buscamos un lugar para contemplar con tranquilidad la huella del glaciar, comer unos bocatas y dormir un rato dentro del coche. La guía señala el Poço do Inferno como uno de los lugares a visitar. Meto el coche por una pista muy bacheada y polvorienta. Los kilómetros anunciados son 6, pero hago más de 17, con algo de desesperación, antes de dar con el sonido de una cascada. El lugar merece la pena, aunque había otra forma de llegar, más fácil.


El agua se abre paso entre el granito dando forma a una cubeta que se ha ido formando en sucesivos saltos de agua. Resbala por una estructura rocosa de diferentes granitos, llamados de Seia y de Manteigas, esquistos y corneana. El salto mayor es de unos 10 metros. El lugar ha sido preparado para la visita con escalones y pasarelas, entre los saltos, los remansos y la tupida vegetación. Una especie de orugas negras, que vemos por vez primera, caen de los árboles al camino.


Tras una prolongada bajada llegamos a Manteigas, un pueblo de casas blancas y tejados rojos, al fondo del valle glaciar. Cenamos en una taberna del centro. Un lugar alargado con pocas mesas. Me apetecía trucha, plato típico de esta zona, pero no tenían. Tampoco jabalí o cabrito, recomendados por la guía. La materia no varía mucho, sí la manera de cocinar el bacalao o la ternera, esta vez con queso. Buen vino. Al bajar hacia el hotel, en la otra vertiente, una gran cruz roja iluminada campea en el valle. En el hotel la tele da el partido de liga del Madrid, Barça. Madrileños y portugueses. Unos querían que ganase el Madrid, otros que perdiera el Barça. Nadie salió satisfecho.

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