Por lo que se ve últimamente, los creadores que tienen las antenas puestas se enfrentan a los problemas de nuestra sociedad de dos modos. O bien presentan comportamientos mórbidos para denunciar el exceso o la sinrazón o bien proceden a una revalorización. Si la catalana La Mosquitera nos mostraba una familia deshecha como consecuencia del todo está permitido, la francesa Mademoiselle Chambon nos habla de la contención moral.
Mademoiselle Chambon es una película educativa, al modo que es tradición en el cine, un ejemplo moral para uso y disfrute del espectador. En una familia de clase media tirando hacia abajo se presenta de pronto una intrusa, o, visto de otro modo, el padre de familia, albañil para más señas, se topa con la nueva maestra, una sustituta, de la clase de su hijo. Hay un mundo entre ellos, pero como quien no quiere la cosa, los pasos se cruzan y los sentimientos se enredan, con acompañamiento musical. La chica toca el violín y el tema romántico de Elgar, Salut d'amour, que hace sonar ante el albañil le deslumbra. Pero los tiempos están cambiando, quizá en la dirección contraria hacia donde soplaba el viento de Bob Dylan. Todo viene y todo va. En otro tiempo el valor expuesto, el estímulo que el espectador esperaba, era el de que la familia era una cosa caduca, opresiva, que todos los sentimientos son nobles, que no hay que tener miedo a dar un portazo y lanzarse al gozo del disfrute sin culpabilidad. Ahora es distinto. El buen padre de familia, además de un hijo pequeño, sabe que su mujer está embarazada y que su padre, al que cuida amorosamente, acompañándole en los últimos años de su vida, lo necesita. Sigue embobado con la música romántica de Elgar, y los ojos acuosos de la maestra y la emoción que acaso no esperaba. Pero todos sabemos que no va a eludir su responsabilidad, aunque la peli se prolongue algunos minutos más de lo necesario, llevándonos hasta la estación donde, al pie del tren, la maestra espera lo que sabe que no se va a producir. Ella, que cada año cada año cambia de escuela, que siente que ha llegado el momento de asentarse, es la perdedora de la historia. Ya se sabe en todas las historias románticas hay perdedores.
La historia que nos cuenta Stéphane Brizé trasmite un mensaje claro, pero bien contado; el guión va al grano con gran economía de recursos, nada enfática, con pocas palabras y quizá un exceso de acaramelamiento.
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