viernes, 1 de abril de 2011

Energía cautiva


En la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004 la fe en el Estado democrático sufrió un seísmo de magnitud 8,9. Algunos se dieron cuenta en el momento, otros retrospectivamente. 
 El contrato tácito entre políticos y ciudadanos se ha roto y ha dejado a ambas partes retorciéndose en el intento de decir algo con sentido. Los indicios están por todas partes: mentiras, dobles verdades, silencios, frases grandilocuentes. Por no hablar de los hechos. Un lenguaje del pasado, como un tren que salido de sus rieles continúa por la pradera como si tal cosa. Los políticos han seguido con sus disfraces, alentados por los bustos hieráticos y las cacatúas de los viejos cacharros -teles y radios- de otra época, como si los espectadores no hubiesen abandonado las butacas. Cuando vemos imágenes en blanco y negro de Suárez y Carrillo, de Fraga y Felipe González, aunque sabemos que se equivocaron y que cometieron crímenes, los vemos persiguiendo un fin, la sociedad asentía y a veces se emocionaba ante los grandes eventos.

Después del día del seísmo, los que defendían propuestas de izquierda o progresistas, de golpe, quizá sin que ellos lo advirtieran, aunque ahora ya no pueden dejar de saberlo, se convirtieron en la reacción, atados como estaban al ronzal que les daba de comer. Desde entonces, los más caricaturescos deambulan constreñidos en un rictus fijo, como esos payasos que a mitad de la función se les acaba de anunciar que la muerte acaba de enviar un telegrama. La sociedad, con el paso cambiado, quedó inmovilizada con una energía desbordante atrapada en la contradicción. Cineastas, arquitectos, hombres de letras, constructores han seguido fabricando como autómatas objetos de mucho precio pero de ningún valor. Ved a toda esa gente que sigue discutiendo y gritando con poses severas, encorsetados en trajes de 12.000 euros y trapos de colores anudados al cuello.

La generación educada en esta década, y en la anterior, ve a toda esa gente como ectoplasmas del pasado, una presencia molesta que no acaba de marcharse. Su visión de las cosas está modelada por el móvil y su sintaxis rota, la heterogeneidad de la mensajería instantánea y los vídeos raros y burlescos con los que no pueden enhebrar un significado continuo, una historia, con toda su energía atrapada, cautiva.

En Balada triste de trompeta Álex de la Iglesia ha tenido una intuición de este mundo, pero por falta de valentía y hábito no ha sabido contextualizarla, la ha situado en un lugar muerto. Hace mucho que los autores españoles no abren la puerta de su casa.

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