Si la obra, el resultado, el objeto literario que admiramos es fruto de un don que la lengua otorga a quien quiere, cuando quiere y donde quiere, ¿qué sentido tiene perseguir a los testigos en los que como espejo fugaz se reflejó el hombre que recibió el don? Y es así como procedemos no los biógrafos, sino los lectores y los oyentes, cuando quedamos a solas escuchando al autor. No nos conformamos, al menos sobrepasada la edad en que podemos ser tocados, con pasar por el oído y la boca las palabras verdaderas, queremos saber el momento y la génesis y también la pérdida del hombre que era igual a nosotros, dejó de serlo, volvió a serlo y se perdió, es decir, dejó de ser un igual a nosotros para ser peor que nosotros, para ser nada.
Pero para ser nada antes tuvo que crecer, ser hijo de una madre opresiva, puntillosa, enfermiza, como caulquier madre y de un padre huidizo, agigantado y derribado, y derribado el padre, pero no el espectro de la madre que sigue ahí, en el fondo del pozo, vigilante, hay que entregarse a una manía, como rimar en doce pies, ser artista, entregarse a la cantarela de la rima, pulsar la cuerda como hicieron los maestros antiguos, Virgilio y Hugo, o Villon y Racine, y hacerlo mejor que los profesores, dedicados a enseñar con el secreto designio de ser tocados por la gracia, sabedores de que no van a ser tocados por la gracia, recelosos de los jóvenes que tienen sentados en las mesas, que pueden enseñar un borrador que aniquile sus propios encadenados, trabajados versos, no aceptar maestros, pues, si acaso uno lejano y viejo que acepte implantar el esqueje de la poesía y así ser proclamado cómo único, como la poesía, la poesía encarnada, pues nadie, ningún coetáneo puede estar por encima, ni ser su igual, el poeta es único.

A los biógrafos y a los lectores no nos basta, digo, con leer los vesos donde la lengua alcanzó la verdad, a veces dejamos de lado esas palabras y miramos de frente el pelo arrebolado, los ojos claros, la pose segura y altiva de ese muchacho de dicisiete años al que admiramos y envidiamos por haber poseído la belleza y el don.
Así en Rimbaud el hijo, de Pierre Michon.
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