Recuerdo ahora, leyendo el último relato incluido en el libro Piedra, papel, tijera: Fantasía, cuando, en septiembre pasado, de camino a Tblisi, en una de esas tiendas junto a una gasolinera que venden de todo, al oírnos hablar en español, un joven cerca de los treinta, se dirigió a nosotros, turistas, en un apenas inteligible español. Tenía a su abuela en Torremolinos, de ahí venía su escaso español pero para lo que quería trasmitirnos bastaba. Acababan de pasar la frontera, él y su padre, un hombre bajo y nervudo, tras una interminable caravana de coches que dejaban Rusia sin tener claro hacia dónde iban a recalar. ¿Sabíamos de algún lugar en España que los pudiera acoger? Su padre, que no sabía una palabra de español, era cirujano. Entre nosotros había médicos. Le desengañaron. Al hombre se le veía encogido dentro de sí, el hijo transmitía el optimismo de la juventud.
La pesimista Fantasía de Maxim Ósipov se ha hecho realidad. Lo escribió en 2017, no hace tanto. Todos los signos ya estaban ahí. El protagonista de esta historia, Andréi, se despierta un día, tras una desagradable ensoñación. Hay un furgón negro a la puerta de su casa cuando vuelve de trabajar, y junto a él una sombra que le dice: “¡Ato cabrón!” y una fuerza terrible lo agarra del hombro y lo arrastra hacia el oscuro Volvo. Tras el mal sueño se despide de su hija y va a trabajar a la escuela de teatro donde da clases a futuros guionistas. A lo largo de esa jornada irán apareciendo señales que lo conectan con la pesadilla. A la salida de casa se topa con Sapo, un vecino en funciones de vigilancia. En la escuela le piden desde la administración que rellene un formulario para completar su expediente. Una de sus alumnas le pregunta qué opina del actual régimen. Y tras manifestarse en contra, los alumnos, para su incomodidad, callan. En el móvil ve varias llamadas perdidas. Lo intenta pero no puede devolver la llamada. Ese día está invitado en casa de unas gemelas amigas que están de celebración. Durante la comida los invitados hablan de emigrar, adónde pueden ir, unos tienen amigos en Houston, otros han comprado un apartamento en Vilnius tras vender la dacha. Andréi es de la opinión de quedarse como testigo, de ofrecer coraje frente al silencio general. Un invitado cuenta su experiencia en una reciente manifestación que trascurría en las aceras no en la calzada, la policía les grita que despejen y luego se llevan a la gente en dos autobuses. El que lo cuenta se apartó a tiempo. Hacia el final de la velada, Andréi le ruega a Ada, una de las gemelas, que cierre la ventana desde la que miran el atardecer pero también la distancia hasta la calle porque no puede resistir la atracción del abismo. Cuando vuelve a casa le espera el negro furgón y la sombra. La sombra es la de Sapo. Andréi entra en pánico, pero no sucede nada. Sube a casa y en el silencio del piso se asoma a la habitación donde duerme su hija, Aniuta. En su cabeza surge una pregunta, ¿Fue Goebbles el que envenenó a sus hijas antes de suicidarse?
El sueño no era más que una pesadilla. ¿Una pesadilla? Este relato de ficción lo completó Maxim Ósipov el siete de mayo pasado cuando publicó la larga y real crónica de su huida de Rusia en tres etapas, de Tarusa donde había creado una clínica, tras dejar Moscú, para tratar a sus pacientes de forma humanizada, a Ereván y de Ereván a Berlín: Frío,vergüenza y liberación. Hay que leer los dos relatos, uno a continuación del otro.
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