Estábamos henchidos de naturaleza. Un milano real sobrevolaba la lora palentina, justo encima del coche, bajando hacia Revilla de Pomar. La mañana había sido provechosa. Alicia, la de los ojos de miel, nos había llevado hasta las surgencias de Covalagua y, después, por el sendero alfombrado del hayedo que separa Palencia de Cantabria, habíamos subido a la lora donde, igual de sorprendida que nosotros, había maldecido su olvido en el coche de la cámara de fotos, cuando la piara de jabalíes, a no más de cien metros, irrumpía en la meseta hacia al mirador de Castilla, correosos pero no asustados, como si el paisaje fuese enteramente suyo y aquella cuadrilla de homínidos intrusos estuviese más perdida que ellos, y, aun más, cuando avistamos al gran macho que seguía su rastro, desdeñando el tufo humano que el viento frío de noviembre le llevaba. Era la segunda vez que veíamos al milano real planear sobre chimeneas de aire, marcando dominios, pero ahora parecía jugar con nosotros, trazando un arco, llevándonos a un lado y a otro de las ventanillas, salvando las curvas, para verificar en el blanco de sus alas y de su pechuga que era real el milano, maravillados de verle en aquellos pagos.
Ahora, tras la breve caminata mañanera, entrábamos en el taller de Aurora, algo desganados porque, salvo a unas pocas chicas, a nadie parecía interesarle la artesanía del textil y, si señalábamos algo, un edredón hecho de picos de camisa en una de sus caras, una almazuela, unos colgantes de alambres con geometrías cristalinas, o bien eran piezas encontradas y simplemente lavadas o bien no estaban a la venta. Salíamos del taller con un pequeño cojín de semillas bajo el brazo, regalo de Aurora, susceptible de pasar por el microondas o por el congelador para aplicarlo a contracturas y dolores cervicales, cuando, ya en la calle, apareció Leandro.
Discutíamos si comer al sol el bocata que cada uno había traído de casa o buscar un restaurante, cuando un hombre se metió entre nosotros. Una visera a lo Baroja le cubría la cabeza, abrigo negro y largo de buen paño y bastón de madera de nogal.
- Ya se ve que vienen ustedes del monte, frescos y lozanos.
Su voz era firme con un hilo irónico que desmentía un rostro firme y perfilado, sin demasiadas arrugas, esculpido, dueño de sí, a lo Buster Keaton.
- Tú no, por lo que veo. Vendrás de misa -le dijo Mar, la osteópata.
- Se ve que no me conoces. Estoy preparándome para el maratón.
- Qué maratón ni maratón, con esas pintas. ¿Es que no te has visto en el espejo?
- Todas las mañanas, 'Leandro', me digo, 'estás listo para ponerte a entrenar'.
Las voces cesaron. Nos apretamos alrededor para oír lo que decía. La calle era estrecha, un chico quería pasar con la bici.
- Dejad pasar al chico, es mi vecino
El chico se disculpaba, las mejillas encendidas, y habría la puerta de al lado del taller de Aurora. Sería su hijo.
- Tienes buena voz -siguió Mar, que era quien llevaba la conversación- podrías haberte dedicado a cantar.
- Quien cantaba era mi vecina -alzó la mirada hacia la ventana por encima del taller-. Como los ángeles. Cada mañana, mientras hacía las labores. Yo le decía que tenía que presentarse a un concurso. Ella que no, que se le había pasado el arroz. Era preciosa, su voz. Yo la escuchaba agradecido.
Ahora, miraba al otro lado de la calle, hacia la ventana que estaba enfrente. El grupo se apretaba en silencio, atento a lo que Leandro iba contando, cada vez menos burlón, atrapados en el embeleco de su melancolía.
- ¿Vives solo? -le preguntó Mar.
- Con quién iba a vivir, a mis años
- ¿Cuántos tienes?
- Más cerca de los noventa que de los ochenta.
- Un poco coqueto, me pareces
Se quedó un rato pensativo, poniendo las dos manos sobre el bastón, ausente de la escucha que había provocado.
- A menudo, me despierto en la noche en medio del sueño en que aparece la mujer. Y, despierto, sigo con él, dándole vueltas, para que la mujer no se me vaya de las mientes.
Paso un ángel.
- Leandro, nos vamos a comer, que ya es hora -le dijo Mar.
Leandro tardó en reaccionar, como si volviese de un lugar remoto.
- ¿Dónde vais a comer? Aquí, en Aguilar se come bien.
Alicia, la de los ojos de miel, corroboró. Dio un nombre, un restaurante en el polígono. Nos partimos por la mitad. Unos buscaron un lugar al sol, los demás nos fuimos a Los Olmos, con fama de buena carne.
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