viernes, 11 de septiembre de 2020

Pobres

 


¿Existen los pobres? ¿Alguien los ve? La pobreza en el mundo es evidente que existe, vemos las imágenes, los vídeos, los llamamientos, la inculpación de Occidente, el suelo escaldado, la falta de agua, las pieles infectadas, los ojos purulentos. Hermosa expresión, la pobreza en el mundo, tan sucinta como acusadora. ¿Pero los de aquí, dónde están los pobres de aquí? En las grandes ciudades hay barrios, calles, cañadas donde sabemos que hay pobres. Parece que les cuesta salir a la calle, cambiar de barrio, ir al centro. Quizá estén avergonzados de su pobreza. A veces topamos con ellos en el súper, en los súper baratos, también en alguna festividad, en una procesión, quizá alguien en alguna ocasión les haya visto subir por la escalera mecánica del Corte Inglés. Cómo es la vida de un pobre. Muchos abandonaron su pueblo y se fueron a un barrio de la ciudad, trabajaron en labores miserables, ellos, y ellas quizá limpiando casas de quiénes eran menos pobres que ellas, y como pudieron llevaron a sus hijos al colegio. Alguno de los hijos prosperaron otros no: dependía de los dones que la naturaleza reparte al azar, de la suerte del pobre de encontrar un trabajo algo valioso, de su aguante y sacrificio para promover una vida mejor para el hijo. En el colegio además de esforzado había que ser obediente: manejarse en una lengua que no era la propia, aceptar modos y maneras impropios, hasta los sentimientos y emociones debían acomodar. Decididamente este país no era el suyo. Los padres pobres desde lejos veían como alguno de sus hijos prosperaba y se alzaba con el trofeo de la integración. Otros hijos se perdían, testarudos por desobedientes, quizá orgullosamente heridos, tendrían trabajos pobres como ellos a lo largo de la vida o puede que incapaces se echasen a perder. Si un hijo triunfaba buscaba un piso en el centro de la ciudad o es su zona noble y quizá hasta una residencia en las laderas de la montaña. Casarse con una de aquí era el triunfo máximo. Los pobres desde su piso estrecho lo veían bien vestido, hablando en un idioma adquirido que no era el de casa, renegando, quizá avergonzándose de ellos, aunque les visitase alguna vez, nunca en presencia de sus nuevos amigos.


Se han acostumbrado a una vida solitaria los pobres, aceptan que aquello de lo que oyen hablar en la tele o en la radio, los grandes discursos y proclamas, los debates, no vaya con ellos, quizá hasta les mencionan genéricamente pero saben que no están en la mente de nadie, son invisibles como siempre lo ha sido. Son cosas de los de aquí lo que escuchan, de los más jóvenes que ellos, gente que vive mejor, de los que saben y entienden. Quizá, cuando vuelven al pueblo de vacaciones, las veces que ello es posible, se desquitan mostrando un cierto orgullo de ciudad, un éxito social que en realidad no les ha acompañado. Notan sin embargo un cierto resquemor en los vecinos que se quedaron y que contra lo que se podría esperar no les fue tan mal quedándose de agricultores.


Aquella cabeza baja y mirada huidiza, la principal razón para abandonar el pueblo y venir a la ciudad cuando entonces, no les ha abandonado. Será el rictus final que les acompañe y se fije cuando les pongan bajo tierra o lo primero que desaparezca si sus hijos deciden convertirlos en ceniza para acabar cuanto antes. Aquí también han tenido amos, otro tipo de amos que nunca se fijaron en ellos porque tenían correveidiles que les decían lo que tenían que hacer. Y si alguna vez se acercaron no llegaban a entenderlos porque su idioma era otro, jamás intentaron hacerse entender. Pobres pobres.



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