El caos es una fuerza que imanta y paraliza. Vemos como se aproxima, las señales que lo anticipan pero en vez de prevenir, organizar la defensa, la disposición al combate, quedamos paralizados, extasiados, fuera de nosotros, ante su fuerza desorganizadora y destructiva. El espectáculo de la destrucción es tan poderoso que nos disponemos a contemplarlo sumidos en el vórtice cuando llega. Es como si de vez en cuando, tras un largo periodo de calma y progreso, la felicidad que el hombre se puede permitir tuviese que ser compensada por otro periodo de olor a carne quemada, de sangre fluyendo, de huesos rotos, de paredes ensangrentadas y de tumbas abiertas, un periodo en que la humanidad vuelve a su naturaleza salvaje, a dejarse gobernar por ella, como si necesitásemos no olvidar lo que somos, lo que hemos sido y hubiésemos de ser de nuevo, castigados por nuestros logros, por nuestra voluntad de construir y ser felices.
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