Si
nos preguntasen, afirmaríamos
con orgullo y un punto retador, Soy
un hombre libre.
¿Pero qué consecuencias tendría decir eso? Podríamos pensar que
este tiempo no es excepcional como el que vivió Franz Jägerstätter,
pero para nosotros lo es, es un tiempo excepcional porque no tuvimos
ocasión de vivir aquel ni tendremos otro en el futuro. Franz vivía
con su mujer y sus tres hijas, su madre y su cuñada, de la
agricultura en un pueblecito alpino, no
muy lejos de Salzburgo,
cuando Hitler y los suyos ocuparon Austria y cuando poco después
comenzó una guerra devastadora. Franz no se dejó reclutar, ni
siquiera aceptó trabajar para los nazis en un hospital. Los vecinos
del pueblo alpino le hicieron el vacío, a él y a su familia, le
recriminaron. Lo llevaron a la cárcel, lo maltrataron. Se negó a
firmar un papel de reconocimiento de la autoridad nazi: Firma
y en tu corazón piensa luego lo que quieras.
Se negó. ¿Por qué? Porque comprendió lo que los demás no
comprenden, que si firma se volverá como Hitler, un malvado. Una vez
que se da el primer paso, se engancha uno a la cadena: aceptación,
afiliación, obediencia, acción, crueldad. La mente se acomoda y se
desliza. Un proceso que convirtió a casi todo un pueblo en criminal.
Un proceso que se ha repetido en muchas ocasiones. Franz
lo comprende: Es
mejor sufrir la injusticia que hacerla.
Sobre esa frase rueda toda la película.
Franz
y su mujer tienen convicciones poderosas. Son cristianos. Tienen una
idea de lo valioso. No lo explicitan pero saben que la libertad, el
respeto, la dignidad, la suya y la de los demás, son valores
superiores. Franz y su familia creen que el mundo tiene sentido:
Llegará
un momento que sabremos para qué vivimos.
Y que
el sentido no tiene que ver con la brutalidad ejercida contra otros.
Por ello muere Franz, no por defender valores abstractos sino por
negarse a hacer el mal. El misterio no está en los hombres malvados
sino en la gente que les sigue. Franz demostró que era posible no
seguirlos.
Conocer
una vida ejemplar como la de Franz Jägerstätter, la Iglesia lo ha
santificado, es útil, es necesario, pero cómo hacerlo, cómo
explicarlo.
Terrence Malick presenta a sus personajes fundidos en el terreno.
Trabajan la tierra, la cultivan, la cosechan, cogen los frutos de la
huerta, hacen vida comunal, festiva, viven en familiaridad con los
animales domésticos y rezan. La plegaria es la forma de vida, la
comunión con las cosas y los hombres. Eso se ve interrumpido con la
llegada del mal. La mayoría sucumbe, indiferentes, neutros,
receptivos, colaboradores, agresivos. La cámara sigue a los
personajes desde una perspectiva que los realza, los funde con el
paisaje pero los eleva como árboles, alargándolos
al estilo Giacometti, los baña de luz natural, se demora en sus
rostros o en sus movimientos, en la belleza del hombre que vive de
forma natural. Lo que dicen o susurran, rezan, forma parte del
lenguaje de la naturaleza, solo lo impuesto, lo antinatural es dicho
en un lenguaje que al espectador no se le traduce, en alemán. La
película adopta ese lenguaje poético, panteísta, de fusión con la
naturaleza, de la que deriva la belleza interior, esa vida oculta que
cada cuál ha de cultivar para que la comunión con los demás y con
la naturaleza adquiera sentido.
La
película acaba con estas frases de George Eliot.
“Pero el efecto de su ser en los que tuvo a su alrededor fue incalculablemente expansivo, porque el creciente bien del mundo depende en parte de hechos sin historia, y que las cosas no sean tan malas para ti y para mí como pudieran haber sido se debe en parte a los muchos que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas no visitadas”.
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