lunes, 17 de febrero de 2020

Fruta prohibida, de Jeannette Winterson




Jeannette Winterson publicó esta novela con 24 años, en 1985, con un título que en inglés suena diferente que en español, Oranges Are Not The Only Fruit, como sonará distinto el inglés original de la traducción que leo en español, una edición, sin embargo, muy bien apañada por Lumen con unos dibujos de cuerpos femeninos desnudos acompañados por rojas granadas. En Fruta prohibida, la autora coge distancia con la niña criada en una familia evangelista que la adopta y con la chica que tiene sus primeros escarceos amorosos. Si fuese un libro de memorias, en sentido estricto, habría explicado unas cuantas cosas que el lector se queda con ganas de saber, algo más sobre ese padre mudo que sabemos que existe pero que no pronuncia una sola palabra o qué sintió cuando descubrió los documentos de adopción o de qué se enteró, a través de la pared con el oído puesto en una copa de cristal, en la primera y única conversación de su madre adoptiva (Costance Winterson) con su madre biológica (Ann, no sale el nombre en la novela), a quien ella no ve. La autora no escribe una novela psicológica sobre traumas infantiles o sexuales, aunque algo de ello hay, sino una novela sobre el despertar. En la primera parte, la parte larga, dividida en capítulos con nombres de libros bíblicos, hay protagonista y antagonista, Jeannette y su madre adoptiva, ambas imbuidas en el amor a Dios y en el espíritu de evangelización. La madre es un cencerro, toca y canta himnos religiosos y está como una cabra. La niña es un dechado con muchos borrones, con uno muy especial. A través de los capítulos, que son etapas indefinidas en el despertar, es difícil saber a qué edad corresponde cada uno, la chica descubre qué es el amor, bendecido por la Biblia, aunque lo dirige no hacia donde su madre y el pastor esperan. Una gitana le había anunciado que nunca se casaría. Su misma madre le previno, Todos los hombres son el diablo. Llegado el momento, le hacen un exorcismo cuando descubren su extravío en el amor, que no la enmendó, y se tiene que ir de casa a los 16.

El despertar de la narradora, que comparte el nombre con la autora, aunque lo contado no tiene por qué coincidir al cien por cien, es antes que nada el despertar del cuerpo como instrumento que vibra cuando se le sabe tocar. Descubrirse a sí misma, valerse por sí misma, comprender el mundo como nadie más lo puede hacer, porque cada cual lo comprende a su manera. La novela está llena de música, de instrumentos y voces que cantan himnos bíblicos, de poesía y referencias a los textos canónicos: Rossetti, Keats, Shakespeare, incluso interpola una historia en torno a Perceval, el buscador del Santo Grial, y otra sobre un hechicero que hechiza a una muchacha, Winnet Stonejar. Es la segunda parte de la novela, más abreviada, donde la autora juega con la imaginación para recrear el mundo. Tras su despertar, con plena conciencia de sí misma, vuelve al hogar de la madre adoptiva para pasar las navidades. La autora se presenta con los útiles de la literatura. Las historias amargas del pasado, contadas con humor y distancia, se convierten en historias de la literatura. No queda rastro de rencor por parte de la madre, tampoco por la suya.

Y ahora la crítica. La segunda parte de la novela dirige la lectura hacia el destino de la autora, un destino de artista, al modo de Virginia Woolf o del James Joyce del Retrato del artista adolescente. El despertar era el despertar de la artista. Desde la cima del mundo, se ve con benevolencia y humor a las personas dejadas en el camino, se les perdonan los defectos, las traiciones, la desmemoria. Las interpolaciones de Perceval y el cuento de hadas de Winnet llevan a un lector esforzado a esa conclusión. La autora-narradora convertida en artista ve como personajes literarios a la madre, que una vez, en la infancia de Jeannette, confundió su sordera de semanas (adenoides) con el éxtasis religioso, y a su propio estremecimiento amoroso, cuando vivía de joven en París, con una úlcera, la madre que le decía, “no dejes que nadie te toque ahí”, “ten una naranja, póntela”, y que ahora, a pesar del desastre de la Asociación de las Almas Perdidas, a la que ha dedicado la vida entera, caída en el derroche y la corrupción, sigue, porque no tiene otra, en el mundo de las fantasías religiosas. Igualmente la autora-narradora es benevolente con Katy que fue su amante pero no se acuerda de nada o con Melanie, su primer amor, con quien se encuentra en la calle con un bebé, la muy bovina.


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