viernes, 10 de enero de 2020

El subsuelo, de David W. Wolfe



Más de una vez alguien ha dicho que sabíamos todo lo que hay que saber. Los exégetas de la Biblia lo mantuvieron durante siglos, incluso idearon refinados castigos para quienes no lo aceptaban o proponían torcidas interpretaciones, hasta científicos ha habido que sostuvieron que habíamos llegado a la cima del conocimiento y que no quedaba nada por saber. Así, a finales del XIX el astrónomo Simon Newcomb (1888), nos acercamos decía “al límite de todo lo que podemos saber en astronomía”. Lord Kelvin (1900): “en física ahora no hay nada nuevo por descubrir; todo lo que queda por hacer son medidas cada vez más precisas”. El físico Albert Michelson (1903): “todas las leyes fundamentales y hechos más importantes de la ciencia física han sido descubiertos, y están tan firmemente establecidos que la posibilidad de que sean sustituidos como consecuencia de nuevos descubrimientos es cada vez más remota”. Philipp von Jolly a su discípulo Max Planck: “casi todo ha sido ya descubierto, y todo lo que queda es rellenar unos pocos agujeros sin importancia”.

Desde entonces hemos descubierto tantas cosas o más de las que antes sabíamos. Veamos un solo campo: “El estado de la biología del subsuelo nos recuerda al de la biología marina hace setenta años, cuando Jacques Couteau todavía estaba perfeccionando su escafandra autónoma para explorar otro reino desconocido: los océanos”, señala David W. Wolfe en este libro. Las cosas que nos cuenta son increíbles, y hasta novelescas, sobre lo poco que sabemos de la vida que hay bajo nuestros pies y de lo mucho que dependemos de ella para nuestra salud (antibióticos derivados de las bacterias) o para nuestra alimentación y la propia vida (microorganismos que fijan el nitrógeno). El libro nos pone al día de la importancia de los suelos, de la biomasa del subsuelo, superior a la capa de vida calentada por el sol, ilumina nuestra ignorancia sobre la increíble diversidad de la vida, de la que tenemos un mapa más detallado gracias al estudio de hombres como Carl Woese, de las patología de animales y plantas (los patógenos en todo caso son ínfima minoría frente a los inofensivos o beneficiosos), y de cómo, en el último siglo, gracias a científicos como Salman Waksman, que trabajaba en un laboratorio agrícola, hemos contribuido a controlarlas (estreptomicina) con los antibióticos encontrados en las propias bacterias, hombres que muy a menudo trabajaron en la soledad de un laboratorio o en el jardín de su casa, como el propio Darwin estudiando las lombrices de tierra, lejos de la academia y aún a contracorriente.

Empezamos a saber la importancia del ciclo del nitrógeno, el papel que juegan determinados hongos en la red que crean conectando entre sí las plantas, que la agricultura es más sostenible y productiva conociendo los suelos que abusando de la química sintética, que parte del efecto invernadero está causado por nuestro desconocimiento del papel que juegan esos extraños seres vivos que son los metanógenos y que la salud del ecosistema tiene que ver con las bacterias fijadoras del nitrógeno, las lombrices de tierra o los perros de las praderas. Y de muchas cosas más .

David W. Wolfe nos descubre una nueva biosfera más profunda, densa y variada que la ‘insignificante capa’ que habitamos junto a la flora y fauna que nos rodea. Los extremófilos termofílicos no son organismos que se hayan adaptado a condiciones de vida extrema, estaban ahí millones de años antes (3.500 millones de años de los procariotas frente a los 1.000 millones de años de los eucariotas) y probablemente en esos lugares extremos es donde surgió la vida, somos nosotros quienes nos hemos adaptado a otras condiciones. Para que nosotros pudiésemos aparecer en la Tierra (las plantas terrestres aparecieron hace 400 millones de años) la vida tuvo que ingeniar dos procesos cruciales, la fijación del nitrógeno en amonio por la escasa nitrogenasa que existe en la naturaleza gracias a un tipo de bacterias, rompiendo el abundante pero muy difícil de desenlazar N2 de la atmósfera, para poder construir aminoácidos y proteínas, y la fijación del carbono, por medio de la fotosíntesis, para proporcionar la energía que la vida necesita. En estos procesos están implicados bacterias y arqueas y hongos. Estos a través de su red de filamentos micóticos o hifas proporcionan agua y nutrientes a las plantas y estas la energía y azúcar de la fotosíntesis que aquellos necesitan. El ecosistema es una intrincada red en la que los seres vivos dependen unos de otros. Desconocemos cuáles son los eslabones decisivos, de la ruptura de qué eslabón depende la supervivencia de las especies y hasta qué punto esa ignorancia desequilibra el sistema y pone en riesgo nuestra propia existencia. Un libro instructivo como pocos.


No hay comentarios: