Más
de una vez alguien ha dicho que sabíamos todo lo que hay que saber.
Los
exégetas de la Biblia lo mantuvieron durante siglos, incluso idearon
refinados castigos para quienes no lo aceptaban
o proponían
torcidas interpretaciones, hasta científicos ha habido que
sostuvieron que habíamos llegado a la cima del conocimiento y que no
quedaba nada por saber. Así, a finales del XIX el astrónomo Simon Newcomb (1888), nos
acercamos decía
“al límite de todo lo que podemos saber en astronomía”. Lord
Kelvin (1900): “en física ahora no hay nada nuevo por descubrir;
todo lo que queda por hacer son medidas cada vez más precisas”. El
físico Albert Michelson (1903): “todas las leyes fundamentales y
hechos más importantes de la ciencia física han sido descubiertos,
y están tan firmemente establecidos que la posibilidad de que sean
sustituidos como consecuencia de nuevos descubrimientos es cada vez
más remota”. Philipp von Jolly a su discípulo Max Planck: “casi
todo ha sido ya descubierto, y todo lo que queda es rellenar unos
pocos agujeros sin importancia”.
Desde
entonces hemos descubierto tantas cosas o más de las que antes
sabíamos. Veamos un solo campo: “El estado de la biología del
subsuelo nos recuerda al de la biología marina hace setenta años,
cuando Jacques Couteau todavía estaba perfeccionando su escafandra
autónoma para explorar otro reino desconocido: los océanos”,
señala David W. Wolfe en este libro. Las cosas que nos cuenta son
increíbles, y hasta novelescas, sobre lo poco que sabemos de la vida
que hay bajo nuestros pies y de lo mucho que dependemos de ella para
nuestra salud (antibióticos
derivados de las
bacterias)
o
para nuestra alimentación y la propia vida (microorganismos
que fijan el nitrógeno). El libro nos pone al día de la importancia
de los suelos, de la biomasa del subsuelo, superior a la capa de vida
calentada por el sol, ilumina nuestra ignorancia sobre la increíble
diversidad de la vida, de la que tenemos un mapa más detallado
gracias al estudio de hombres como Carl Woese,
de las patología de animales y plantas (los
patógenos en todo caso son ínfima minoría frente a los inofensivos
o beneficiosos),
y de cómo, en el último siglo, gracias a científicos como Salman
Waksman, que trabajaba en un laboratorio agrícola, hemos contribuido
a controlarlas (estreptomicina) con los antibióticos encontrados
en las propias bacterias,
hombres que muy a menudo trabajaron en la soledad de un laboratorio o
en el jardín de su casa, como el propio Darwin estudiando las
lombrices de tierra, lejos de la academia y aún a contracorriente.
Empezamos
a saber la importancia del ciclo del nitrógeno, el
papel que juegan determinados hongos en la red que crean conectando
entre sí las plantas, que
la agricultura es más sostenible y productiva conociendo los suelos
que
abusando de la química sintética, que parte del efecto invernadero
está causado por nuestro desconocimiento del papel que juegan esos
extraños seres vivos que son los metanógenos y que la salud del
ecosistema tiene que ver con las bacterias fijadoras del nitrógeno,
las lombrices de tierra o los perros de las praderas. Y
de muchas cosas más .
David W. Wolfe nos
descubre una nueva biosfera más profunda, densa y variada que la
‘insignificante
capa’ que
habitamos junto a la
flora y fauna que nos rodea.
Los extremófilos termofílicos no son organismos que se hayan
adaptado a condiciones de vida extrema, estaban ahí millones de años
antes (3.500
millones de años de los procariotas frente a los 1.000 millones de
años de los eucariotas)
y probablemente en
esos lugares extremos es donde surgió la vida, somos
nosotros
quienes nos hemos adaptado a
otras condiciones. Para que nosotros pudiésemos aparecer en la
Tierra (las
plantas terrestres aparecieron hace 400 millones de años)
la vida tuvo que ingeniar dos procesos cruciales, la fijación del
nitrógeno en
amonio por
la escasa nitrogenasa que existe en la naturaleza gracias a un tipo de bacterias,
rompiendo el abundante pero muy difícil de desenlazar N2
de
la atmósfera, para
poder construir aminoácidos y proteínas, y la fijación del
carbono, por medio de la fotosíntesis, para proporcionar la energía
que la vida necesita. En estos procesos están implicados bacterias y
arqueas y hongos. Estos
a través de su red de filamentos micóticos o hifas proporcionan
agua y nutrientes a las plantas y estas la energía y azúcar de
la
fotosíntesis que aquellos necesitan. El
ecosistema es una intrincada red en la que los seres vivos dependen
unos de otros. Desconocemos cuáles son los eslabones decisivos, de
la ruptura de qué eslabón depende la supervivencia de las especies y hasta qué punto esa ignorancia desequilibra el sistema y
pone en riesgo nuestra propia existencia. Un libro instructivo como pocos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario