Antes de subir dicen su nombre por un altavoz. Llora. Cuando llego una
cuidadora le pregunta por qué llora. Qué te pasa,
le digo, mientras le atuso el pelo cano, como acaricio a mi nieto
cuando le veo. Habéis venido los dos, dice, sin mirar, con la
mirada baja. La joven cuidadora se echa para atrás, incómoda por
esa asociación inesperada. Está sentada a la mesa del desayuno. Son
las doce. La cuidadora dice que sus comidas se eternizan. Eso cuando
quiere comer. El fin de semana pasado, en casa, se negaba. No cenó
más que un yogur y porque me empeñé en dárselo yo. Se negaba a
comer, a cambiar de posición allí donde estuviese. Costó hacerle
levantar de la cama o del sofá para que diese un paseo, como si
cualquier movimiento la perturbase, o la obligase a hacer un esfuerzo
superior a sus fuerzas. Le preguntaba que qué pasaba y o no respondía o
decía alguna frase extraña, incomprensible. Debería tomar nota de
cada cosa que dice, pero entonces tengo la impresión de que no es
ella lo que me importa, sino la situación, el caso, el suceso que
protagoniza. Quizá dijera, ya viene. Y yo le preguntaba,
quién y ella, ese hombre. Quién es ese hombre.
Ese que me lleva. Reconstruyo, no sé si el diálogo fue
exactamente así. Yo estaba pendiente de que se levantara, de que se
moviera, de que se diera prisa porque nos teníamos que ir. De todos
modos, cómo acceder a su mente. Qué sabemos de los demás, incluso
de la propia madre. Especialmente de la propia madre, qué sabemos.
Lo que nos dice, lo que vemos, las muestras de afecto o la falta de
ellas, su trajín de siempre llevando la casa, moviendo las cosas,
haciéndolas fácil para los demás, para los hijos. Pero qué
cuentan las madres de lo que sucede en su interior, de lo que
piensan, de sus verdaderos sentimientos. Al menos yo, no he sabido
nada de eso. Nunca le he preguntado, nunca me lo ha dicho. La madre
es algo dado, su amor se da por descontado, es incondicional. Estos
últimos años a medida que me he ido ofreciendo como su bastón he
hablado con ella más que nunca. Cuando doy paseos con ella por el
campo, cogida de mi brazo, le hago preguntas sobre el pasado.
Recuerda el pueblo vagamente, los vecinos, los animales que cuidaba,
las duras labores del campo, menos la vida de ciudad. Qué recuerdas,
le digo, ¿nada? Cuando piensas te vienen las cosas,
dice. Su momento de
esplendor, cuando sus niños eran pequeños, lo vivió en el pueblo.
En cada estación le he hecho recordar sus ocupaciones. Cuando podía
me contaba poco o nada, nunca ha sido de contar y ahora soy yo quien
le hace recordar con las pocas cosas que compartimos porque yo me fui
pronto, a los diez años. Es como si hubiese un hueco en su vida, un
agujero que me gustaría rellenar, un secreto anterior a mí. Pero
estoy especulando. Lo mismo, supongo, podría pensar ella de mí o
pudo haberlo hecho porque ahora es evidente que no puede.
Le
digo a Julia que he notado una caída muy grande estos días. Ha ido
perdiendo fuerza, ha ido adelgazando, como si le faltase vigor para
seguir. Juliame dice, demasiado para la enfermedad que
tiene. Y mientras marchamos sobre la era reseca del pueblo pienso
que es un privilegio que pueda caminar, aunque sea tan lentamente,
apoyada en su cachava y en mi brazo. Un hombre oculto tras una visera
protectora siega la hierba para dejar la era limpia para amontonar el
grano. Ella dice algo de un guardia, le pregunto que qué guardia,
pues ese, dice, aunque no señala, no sé si se refiere al
hombre de la máscara o a uno de su imaginación. Creo que mezcla los
tiempos y los espacios, el pasado y el presente, los lugares. Es
constante estos días el que se refiera como reales a figuras de su
imaginación. Me gustaría saber qué forma tienen y si le dicen
algo, pero su voz es tan queda que solo oigo sonidos o alguna palabra
suelta. Si le pido que me repita lo que acaba de decir, entonces su
frase se queda a medias, atrancada.
El
sol y un vientecillo agradable que viene del nordeste cambian su aspecto cuando le dan en la cara. Se recompone como los brotes verdes
de las varas de álamo recién plantado, después de que talasen la
chopera que hace pocos meses oíamos cantar a los acordes del viento
en este mismo camino que ahora atravesamos. Caminamos lentamente,
haciendo una parada de vez en cuando. No se le entrecorta la
respiración pero su cuerpo se calienta como si el motor estuviese
trabajando duro. Ha sustituido las frases por interjecciones, es lo
que mejor se le da: jolín, pues anda. Si le pregunto
si está cansada, dice, qué vas a hacer. Repasamos el
diccionario de las cosas que vemos, el mundo concreto a nuestro
alcance. Señalamos el color violeta del cardo que crece en el
ribazo, las hierbecillas que se agitan a ras de tierra, un correlimos
que se adelanta en el camino con su esprint característico. Con
qué gusto va, dice. Cuando le señalo el agua de la pequeña
represa del arroyo cubierto de verdín, dice, está planchado,
tan tersa es la superficie del agua estancada cubierta de hongos,
líquenes y algas. Es como si estuviese haciendo una terapia pero no
ella, sino yo. Cuando estamos juntos me invade una sensación de
quietud, de sosiego. de paz, de intemporalidad. El mundo queda
reducido a su mínima expresión. No hay discusión ni comentario
sobre los demás, tan solo el fluir de las cosas, del sol y el agua,
el aire, la vida previa a la organización humana. Se lo digo,
nombro, señalo, le muestro las cosas. Y el movimiento
dice.
Pienso
en voz alta: Este es el día más importante de su vida como es el
día más importante de mi vida y como lo es para cualquiera que ha
llegado hasta aquí, que ahora mismo está sobre la tierra. Así
es, dice, como si estuviera atenta a mis pensamientos. Nada
importa antes de ahora, tampoco importa qué vaya a pasar mañana.
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