El
misterio es la intriga sobre lo que desconocemos. Dura hasta que
acumulamos datos suficientes como para perder interés por lo que nos
intrigaba. Todo el mundo tiene una idea de China aunque nunca haya
estado allí. Nos bastan unos brochazos generales para almacenar el
concepto. Otros nos son más difíciles de atrapar, Pakistán,
Afganistán. Los asociamos al Islam, a la guerra, al radicalismo
religioso. Sin embargo, no ponemos en el mismo plano a Kirguistán o
Tajikistán. Son islámicos igual, pero las dictaduras que padecen
nos dan seguridad. Rodamos por sus montañas y valles, por el
altiplano y las adustas veredas de sus ríos, caminamos tranquilos,
descuidados por sus ciudades, incluso por sus bazares o mercados al
aire libre o cerrados, mezclándonos con sus pacíficos habitantes.
Admiramos su forma de vestir, sus ropas apretadas, coloridas, sus
tocados. Regateamos si compramos una pieza de fruta, un chaleco
tejido a mano, el sombrero kirguís alto y blanco con bordados en
negro, al contrario que el gorro de seda negro tayico, plano y con
motivos blancos, sin sentir una distancia infranqueable. Los hemos
visto cantar y bailar y sonreír, nos han invitado a beber te con
ellos, nos han explicado la historia de sus maestros sufíes, nos han
servido sus delicias gastronómicas en los pueblos de montaña, no
tanto en las ciudades donde saben qué es un turista y cómo se le
puede tratar. Al final, si uno se deja llevar por la apariencia cree,
equivocadamente, que lo comprende todo y que puede dedicarse a
contemplar el paisaje.
Todos
esos países se unen en un corredor que durante el siglo XIX sirvió
de tapón entre imperios belicosos. El británico se aseguraba de que
al ruso no le tentase la conquista de la India y este que aquel les
dejase en paz en el lento proceso de asimilar a los pueblos nómadas
del altiplano asiático. China por entonces seguía en su sueño
secular. Así que cuando bajamos desde Murgab hasta Langar, siguiendo
la alta meseta desértica rodeada de montañas, nos admira la
desolada belleza del pasaje que parece más lunar que terrestre si no
fuera por los lagos, el Yashikul o el Bulunkul. En la aldea de
Bulunkul, donde una familia comparte con nosotros sus alimentos, se
han alcanzado los – 63º. El cambio
climático hace que el agua de los lagos se evapore
dramáticamente, como la lengua glaciar se encoje, el pasto del
humedal desaparezca y con ello el modo tradicional de vida. Será el
clima quien eche del altiplano a esta gente que ha resistido
invasiones. Bajar a toda velocidad nos impide entrar en el detalle de
su vida, de sus costumbres, de las diferencias.
Cuando
llegamos al río Pamir, frontera natural del corredor de Wakham nos
sorprende el delgado calado de las heladas aguas del río. Al otro
lado pastan unos camellos. Podríamos cruzar y montar en ellos. Nadie
parece vigilar la frontera. Por eso, por el misterio que asociamos a
Afganistán, miraré obsesivamente en los días sucesivos el otro
lado del río, intentando comprender.
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