Ves
a toda esa gente en uno de los amplios chaflanes del Paseo de Gracia
con Aragón, la mayor parte casi quieta, de pie, como perdida o a la
expectativa, como si esperasen que suceda algo, una promesa contenida
en alguna guía de viajes, aunque saben ya antes de llegar aquí que
nada va a suceder, sin embargo han venido, han mirado la fachada que
han leído que tienen que mirar, se han hecho un selfie, algunos han
entrado y salido del interior del edificio y ahora están ahí, como
desorientados, con la mirada suspendida, pues nada fija su atención
en el ancho paseo, en las anchas avenidas que se cruzan, en los
edificios modernistas que un día se levantaron para poder mirar la
vida que discurría bajo sus ventanas o para poder ser admirados, y
menos llama su atención los cientos de personas que como ellos,
solitarios o en compañía, aunque la impresión es de un desamparo
individual que se agrupa en ese lugar de nadie que han señalado las
guías turísticas. Ves a toda esa gente y te ves a ti mismo porque
has hecho lo mismo, lo sigues haciendo, pues solo te ves reflejado en
los otros, tu fealdad, tu descuido, tu desorientación, tu desamparo,
sin belleza, sin carisma. Y te asustas. Qué es de toda esa gente,
qué es de todos nosotros. Qué ocurre para que tantos, de todas las
edades y géneros, de todos los países, casi todos vestidos igual,
todos con un móvil en la mano, día tras día, semana tras semana,
año tras año, desde ya hace unos cuantos vengan hasta este rincón
y miren brevemente hacia arriba, hacia sus amplios ventanales, sus
formas nervudas, irregulares, los colores de sus cristaleras y
azulejos, sus columnas y parteluces, entre góticos y copias más o
menos vagas de lo natural, sus balconcillos, qué clase de decepción
han contraído para que queden ahí varados de ese modo sin que nadie
venga a socorrerlos, abandonados a sí mismos, perdido el interés
por la casa que venían a ver, incapaces de abrir los ojos a lo
horizontal, a quienes tienen delante y hablar y compartir con ellos
sus frustradas impresiones. En algún momento, no sé cuanto dura esa
precariedad existencial tan evidente, habrán de salir de ese espacio
en el que han quedado atrapados, en el que están experimentando la
nada, para desparramarse paseo abajo o arriba o calles adyacentes,
siguiendo el movimiento humano que camina o se detiene o queda
estático en algunas zonas mostrando cada vez la misma precariedad.
De vez en cuando aparece, sin embargo, una irregularidad, vestidos o
colores estrafalarios, capirotes, narices rojas, pompones, pelucas o
largas colas de plástico, esas despedidas de soltero que ya se
encuentran en cualquier lugar que han hecho del ridículo su forma de
obtener un poco de sentido, pero que de tan repetidas no logran ya
captar una mínima atención, una mirada, una sonrisa, solo un gesto
de hastío o repugnancia porque no soportamos el espejo que la
realidad nos devuelve.
Cuánto tiempo podremos soportar esta imagen
degradada de nosotros mismos, en qué momento comprobaremos con
horror que nos falta el aire, que no podemos dar un paso más, que
los barcos están llenos, llenos los hoteles, llenos los enormes
restaurantes que sirven para todos lo mismo pero cada cosa señalada
con el mismo lenguaje vacuo de las guías de viaje que han sustituido
la descripción exacta de las cosas por un chisporroteo verbal que
oculta la insignificancia, quizá cuando se nos agoten las ciudades y
los países que visitar o cuando escapando de las ciudades lleguemos
a lugares pintorescos, senderos y caminos nombrados, cimas,
barrancos, profundidades, puentes y descensos y veamos que hay que
hacer interminables colas, que ya está todo ocupado, que no se puede
dar un paso más. Es probable que aparezca entonces en nosotros una
alergia a nosotros mismos, al ser humano, una fobia que será
imposible curar o ahuyentar porque no hay lugar en el mundo donde
escondernos, un lugar donde encontrar lo que nos falta la soledad a
solas, el silencio, el recinto particular que nos contiene como
individuos.
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