lunes, 12 de agosto de 2019

Insignificante



Ves a toda esa gente en uno de los amplios chaflanes del Paseo de Gracia con Aragón, la mayor parte casi quieta, de pie, como perdida o a la expectativa, como si esperasen que suceda algo, una promesa contenida en alguna guía de viajes, aunque saben ya antes de llegar aquí que nada va a suceder, sin embargo han venido, han mirado la fachada que han leído que tienen que mirar, se han hecho un selfie, algunos han entrado y salido del interior del edificio y ahora están ahí, como desorientados, con la mirada suspendida, pues nada fija su atención en el ancho paseo, en las anchas avenidas que se cruzan, en los edificios modernistas que un día se levantaron para poder mirar la vida que discurría bajo sus ventanas o para poder ser admirados, y menos llama su atención los cientos de personas que como ellos, solitarios o en compañía, aunque la impresión es de un desamparo individual que se agrupa en ese lugar de nadie que han señalado las guías turísticas. Ves a toda esa gente y te ves a ti mismo porque has hecho lo mismo, lo sigues haciendo, pues solo te ves reflejado en los otros, tu fealdad, tu descuido, tu desorientación, tu desamparo, sin belleza, sin carisma. Y te asustas. Qué es de toda esa gente, qué es de todos nosotros. Qué ocurre para que tantos, de todas las edades y géneros, de todos los países, casi todos vestidos igual, todos con un móvil en la mano, día tras día, semana tras semana, año tras año, desde ya hace unos cuantos vengan hasta este rincón y miren brevemente hacia arriba, hacia sus amplios ventanales, sus formas nervudas, irregulares, los colores de sus cristaleras y azulejos, sus columnas y parteluces, entre góticos y copias más o menos vagas de lo natural, sus balconcillos, qué clase de decepción han contraído para que queden ahí varados de ese modo sin que nadie venga a socorrerlos, abandonados a sí mismos, perdido el interés por la casa que venían a ver, incapaces de abrir los ojos a lo horizontal, a quienes tienen delante y hablar y compartir con ellos sus frustradas impresiones. En algún momento, no sé cuanto dura esa precariedad existencial tan evidente, habrán de salir de ese espacio en el que han quedado atrapados, en el que están experimentando la nada, para desparramarse paseo abajo o arriba o calles adyacentes, siguiendo el movimiento humano que camina o se detiene o queda estático en algunas zonas mostrando cada vez la misma precariedad. De vez en cuando aparece, sin embargo, una irregularidad, vestidos o colores estrafalarios, capirotes, narices rojas, pompones, pelucas o largas colas de plástico, esas despedidas de soltero que ya se encuentran en cualquier lugar que han hecho del ridículo su forma de obtener un poco de sentido, pero que de tan repetidas no logran ya captar una mínima atención, una mirada, una sonrisa, solo un gesto de hastío o repugnancia porque no soportamos el espejo que la realidad nos devuelve. 

Cuánto tiempo podremos soportar esta imagen degradada de nosotros mismos, en qué momento comprobaremos con horror que nos falta el aire, que no podemos dar un paso más, que los barcos están llenos, llenos los hoteles, llenos los enormes restaurantes que sirven para todos lo mismo pero cada cosa señalada con el mismo lenguaje vacuo de las guías de viaje que han sustituido la descripción exacta de las cosas por un chisporroteo verbal que oculta la insignificancia, quizá cuando se nos agoten las ciudades y los países que visitar o cuando escapando de las ciudades lleguemos a lugares pintorescos, senderos y caminos nombrados, cimas, barrancos, profundidades, puentes y descensos y veamos que hay que hacer interminables colas, que ya está todo ocupado, que no se puede dar un paso más. Es probable que aparezca entonces en nosotros una alergia a nosotros mismos, al ser humano, una fobia que será imposible curar o ahuyentar porque no hay lugar en el mundo donde escondernos, un lugar donde encontrar lo que nos falta la soledad a solas, el silencio, el recinto particular que nos contiene como individuos.

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