miércoles, 19 de septiembre de 2018

El gran cambio



Pompeya: El dios Pan y una cabra
El hombre mira el rostro, pero Dios en el corazón. Nada de lo hecho permanece oculto a Dios”. Cipriano de Cartago.
Nada, ya sea hecho o solo deseado, puede escapar al conocimiento de Dios o a su castigo eterno de fuego”. Justino, mártir.


         Entre mediados del siglo IV y finales del V, tras la conversión de Constantino al cristianismo, un gran cambio se produjo en el imperio y definió la posteridad durante mil años. Dios se entrometió en la vida de los hombres, en la intimidad de las personas. La mirada omnipresente de Dios te sigue a todas partes: en la iglesia, en la calle, en el mercado, en el teatro, en la alcoba, en el alma. Observa, juzga y castiga: los hechos, las palabras, los pensamientos. “¿Acaso no hemos muerto y solamente nos parece estar viviendo, griegos? ¿O existimos nosotros cuando ha muerto la vida?", se lamentaba Páladas, uno de los últimos poetas paganos. Lo que se desmoronaba no eran los edificios, las bibliotecas, los templos, las estatuas, sino una forma de vida. Eso es lo que sostiene Catherine Nixey en La edad de la penumbra.

          Cuando a mediados del XVIII se levantaron las cenizas solidificadas de Pompeya, se descubrió parte de lo que se había perdido, “un mundo que, de manera casi literal, no sabía del pecado original, un mundo no tocado por la mano del cristianismo salía a la luz”. Pompeya sucumbió en el 79 dc, antes del triunfo del cristianismo. Una guía de la época describía con indignación los objetos encontrados y luego expuestos en un Gabinete Secreto del Museo Arqueológico de Nápoles, al que sólo se podía acceder con permisos especiales (las mujeres solo desde 1980): “las costumbres a las que se entregaban las mujeres eran disolutas y escandalosas. Los desnudos de esa época y los escritos impuros de los autores son testigos indudables del libertinaje que prevalecía entonces en todas las clases. Era un tiempo en que los hombres no se sonrojaban cuando hacían saber al mundo que obtenían los favores de un bello joven, un tiempo en que las mujeres se honraban a sí mismas con el nombre de lesbianas”.



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