A
la vuelta de un viaje en que uno se ha empapado de naturaleza, la
vuelta no puede ser más deprimente. El hombre en el interior de un
vehículo con el que te cruzas que se hurga en la nariz, los cuerpos
devastados, vestidos de cualquier manera, que suben por la escalera
mecánica, los cupones descuento que en ristra salen de la caja del
Carrefour, las patatas fritas y las cervezas delante de la gran
pantalla en las terrazas de bar para ver de nuevo fútbol, los
políticos guapos y los feos -fuera y dentro del país, no hace falta
nombrarlos- que aparecen y declaman, banderas, pancartas y
paz en Barcelona en la conmemoración de los atentados de hace un
año. Hasta los periódicos serios se prestan. Las opiniones hace
tiempo que sustituyeron a los hechos como fundamento de las
conversaciones, ahora la declamación está en primer plano. Hemos
construido un mundo feo, la vulgaridad es tal que dan ganas de
suicidarse porque nada parece que lo pueda remediar. El mal gusto del
interior de las casas de los capos napolitanos en la serie Gomorra
nos retrae, pero no es diferente del mal gusto relamido que se
encuentra por doquier. Vulgaridad y tecnología, el mundo que apesta.
“El tiempo pasado en el exterior es precioso y en cierta medida instructivo; sin embargo, parece estar arrancado de nuestra existencia sustancial y real y nunca se suma fácilmente a ella. No somos los mismos, sino otros, y quizá más envidiables individuos, cuando nos encontramos fuera de nuestro país. Estamos perdidos para nosotros mismos, así como para nuestros amigos. Por eso el poeta, con cierto halo de misterio, canta: De mi patria y de mi mismo marcho”. (William Hazlitt, De las excursiones a pie”)
Como
Hazlitt, también yo, cuando estoy en el campo, deseo vegetar como
las plantas, con el fin de escapar de la mayor de las vulgaridades,
la que anida en mí mismo.
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