Se
dice que la victoria de una selección nacional obedece al estado de
ánimo de un país. No es que yo lo vea con esa claridad, aún en el
reciente éxito de Francia, como si la victoria de Macron hubiese
dado nuevos ánimos a un país en horas bajas, aunque para muchos de
los que hacen de gacetilleros así es. La victoria en un gran torneo
es fruto de muchas cosas, la preparación física, el entendimiento
colectivo del equipo y la suerte, quizá la suerte sea el elemento
decisivo. Francia pudo caer antes, ante otros equipos, y pudo perder
la final si el árbitro hubiese tomado otras decisiones. A posteriori
sí, Francia se torna eufórica y se siente campeona y una parte de
los franceses creen estar en el buen camino, y es posible que tomen
decisiones que de otro modo no tomarían que hagan bien al conjunto
del país.
Pero
no era de eso de lo que quería escribir, sino de algo más evidente,
de la tolerancia y la división. Es el caso de España. No alcanzo a
entender como no hay un movimiento general en el país para mandar al
presidente de la federación española a donde le corresponde, al
olvido, no sin antes hacerle objeto de mofa y escarnio. Un país, al
menos sus numerosos aficionados, espera cuatro años para vivir las
emociones de un mundial de fútbol. Este hombre ridículo acabó con
todo dos días antes del primer partido despidiendo al entrenador.
Por una cuestión de orgullo, para que su autoridad flotase por
encima de las olas. Es un ejemplo que se repite en cargos públicos y
de representación en el país, donde muchos alcanzan su nivel de
incompetencia. Lo grave no es que lo alcancen, sino que el país los
tolere sin más, que antepongan su interés personal al del país,
asistiendo impávidos a los destrozos materiales o simbólicos que
ocasionan. Sucede que el país está dividido en banderías, aquí
por ejemplo Barça/Madrid, y todo se aprecia según el color de la
bandera de cada cual y parece como si no importase el bienestar
general, un mínimo común que todos pudiésemos defender.
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