Este
libro está escrito en dos tandas, la primera recientemente, 55
años después de la
muerte del
padre
del escritor, la segunda, en 1981, tras la muerte de su madre. Quiere
dar
fe de vida de sus padres, desde el punto de vista subjetivo del hijo
que, en la primera parte, vivió la
infancia
y la
adolescencia
con el reproche de la ausencia del padre, viajante de comercio, a
quien sólo veía los fines de semana, y,
en la segunda, con el reproche a sí mismo por haber estado casi
ausente
de la vida de la madre desde
que enviudó.
La memoria del padre es lejana y poco precisa, intenta acotarla con
generalidades. Más de una vez he estado tentado de abandonar la
lectura, con lo que hubiese confirmado la tesis del autor sobre la
indiferencia en la que discurren las vidas y las muertes de las
personas (“El
mundo a menudo no nos presta atención”).
La escritura de la memoria de la madre está apegada a la fecha de su
muerte, los recuerdos son recientes y el hijo puede sopesar
algunos hechos o dichos que, según él, pudieron
ser decisivos. Al final, de este segundo texto, aparece
una frase que
ha roído la conciencia del escritor y que parece que está en el
origen de la existencia del
libro. La madre se está despidiendo del mundo y con el hijo
contempla las posibilidades que le quedan, irse, como había
planeado, a una residencia o, quizá, como le sugiere
el hijo, irse a vivir con él
y su esposa. A la madre le brillan los ojos y, entonces, el hijo le
dice que quizá debería aplazar la decisión, al menos, hasta que su
situación no
empeorase.
Más o menos es lo que le dice. El brillo en los ojos de la madre
desapareció en aquel instante.
Cuántas
veces no nos ha sucedido algo parecido, arrepentirnos de aquella
frase, culparnos por lo que luego sucedió. La vida suele ser caótica
hasta que pensamos en ella y tratamos de reconstruirla. La memoria es
frágil y nos juega malas pasadas. En nosotros pugnan la
búsqueda de sentido y la indiferencia. En un epílogo final,
recuerda Richard Ford el bellísimo poema de Auden, Muséedes Beaux Arts.
La mayor parte de las vidas pasan en la mayor indiferencia, en
nosotros está prolongar por un tiempo el recuerdo de aquellas
personas a las que amamos, que fueron importantes para nosotros. No
todo el mundo tiene el don de Richard Ford, pero hay otros medios en
los
que el recuerdo puede
florecer.
Dice Ford que el amor confiere belleza, también el recuerdo de
hombres y mujeres que vivieron y
murieron en ese tipo de indigencia que es la indiferencia del mundo,
a quienes podemos dar una segunda vida, como nos gustaría que a cada
uno de nosotros nos la dieran.
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