Nada fue igual para Japón después de la revolución Meiji, de 1863, la llegada de las costumbres y usos de Occidente modificó la cultura del país, su tradición milenaria, algo que se acentuó tras la derrota de la 2ª GM. Hasta entonces el arte y la literatura se había movido en unos estrechos márgenes codificados en la muy antigua Edad Media. Así, por ejemplo, el Kojiki, una primitiva recopilación de poesía, en la que el japonés está bajo la influencia muy directa del chino, es del 712. El más sofisticado Man'yōshū, donde el waka, la forma poética tradicional de la poesía japonesa, con poetas como Hitomaro y Okura, es de tan solo 50 años después. Aunque será el Kokinshū, la primera recopilación imperial de poesía waka (905), la que estableció las formas definitivas de la poesía japonesa que durarían hasta el siglo XIX. Las mujeres no solían aprender chino, la lengua culta de la clase alta, por lo que los poetas que cultivaban la poesía amorosa para dirigirse a ellas utilizaron el japonés. Así se extendió el waka o tanka (treinta y una sílabas en cinco veros) como forma poética y la belleza se asoció a los estados emocionales relacionados con el amor y la percepción poética de la naturaleza, desechando en general, los temas intelectuales y sociales. El otro elemento decisivo en la conformación del espíritu japonés fue la filosofía derivada del budismo y del confucianismo. Esto se aprecia en la antología del Keikokushū, del siglo IX, poemas cuyo objeto es el buen gobierno, donde la poesía aparece como instrumento (hoben) para comprender la doctrina (Donald Keene la compara con la idea de Lucrecio: la poesía es como la miel en el borde de una copa de ajenjo), y que ayudaría a entender la permanencia de determinados tópicos de la tradición. Así el crepúsculo sería una alusión al miedo de los japoneses al ocaso y los pájaros se verían como mensajeros del mundo de los muertos, ambas interpretaciones derivadas de la cultura china.
Quizá
fuese el monje budista Kenkō
en
los Ensayos
sobre la pereza
(1330 – 1333) quien mejor haya explicado en qué consiste la
estética japonesa. Kenkō definió el gusto japonés por la
sencillez frente a la ostentación, la sugestión de los comienzos y
los finales frente al ideal occidental por el clímax (“¿O es que
el amor entre el hombre y la mujer solo existe en el momento en que
se poseen?”), la irregularidad de lo incompleto frente a lo
simétrico y lo ordenado y el carácter perecedero, el deseo de
sugerir en vez de afirmar con rotundidad, frente a la búsqueda de la permanencia o incluso de la inmortalidad. Las cosas son bellas porque
son frágiles e inconsistentes. La perfección se elogia solo con
condescendencia,
Formas
como el renga,
una forma utilitaria de versos encadenados, que busca los favores de
los dioses y el éxito en las apuestas, aparece en los siglos XIV –
XV, y el haiku,
del XVII y el XVIII, son tardías. Los poetas de estos siglos vivían
de corregir los poemas que hacían los samuráis. Basho quizá era el
único que vivía de sus caligrafías y de los regalos de sus
discípulos. Poco a poco la poesía tradicional fue decayendo, y tras
la guerra se la consideró una diversión educada sin valor literario
alguno.
Aunque
los capítulos más interesantes del libro de Donald Keene son los
dedicados a la poesía, no son desdeñables los que dedica a la
narrativa y el teatro. Repasa las recopilaciones de cuentos (Ise
monogatari,
Heike
monogatari),
como El cuento
del cortador de bambú,
el texto japonés más antiguo (siglo X), donde se explica que el
monte Fuji se llama monte inmortal porque allí se quemó el elixir
de la inmortalidad que portaba la princesa que desde allí ascendió
a la Luna, de ahí el humo (nubes) que coronan su cima, o La
historia de Genji,
o las hazañas amatorias del vividor Saikaku (1682) el héroe que se
embarca en un barco llamado Lascivia hacia una isla habitada sólo
por mujeres. En el capítulo dedicado al teatro, Keene explica las
diferencias entre el teatro
Nō,
el Kabuki, el teatro de marionetas y el bugaku, para concluir que el
teatro japonés es una de las maravillas del mundo.
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