Escenario
uno. Mañana. En la larga y abovedada sacristía, la guía, con voz de pito y
cruz de San Millán bordada en el traje azul, puntúa las
explicaciones sobre las pinturas del antaño refectorio monástico
con tono de narcisa sabiduría impostada, mientras en el claustro
contiguo la tormenta chorrea, marcial e interminable. Escenario dos. Tarde. En la plaza del santo, en Santo Domingo, tomo un café en los
soportales del parador. La lluvia se toma un respiro. Desde mi butaca
de mimbre, fotografío el brillo del enlosado húmedo, a mi izquierda
la gran portada, a mi derecha el campanario exento. Con el móvil en
la mano izquierda, inicio el primer capítulo de Berta Isla.
Pinta bien, estilo reconocible, frase enigmática la primera. Van
llegando peregrinos, los franceses en grupo que parlotea como
picazas, los ingleses en pareja, contenidos, los alemanes solitarios, hoscos. Pero
pronto el encanto de esta tarde primaveral con lluvia lo rompen
tres españoles que no son peregrinos. Hablan alto, piden café con
baylis, tónica con ginebra, güisqui. Se han sentado en la mesa de
al lado, dos en la cincuentena pasada, la tercera menor de treinta.
Se exhiben, pierdo la concentración.
A
la escucha, un autobús de jubilados navarros, yo y un amigo, JJ,
interpolados. Al Uy qué bonito de una navarra, le sigue la sonrisa
narcisa y una explicación suficiente de la guía sobre el buen
estado de conservación de los cuatro grandes lienzos de las paredes
y el decorado al fresco y al temple de la bóveda, nunca, nunca
restaurados, gracias el embaldosado de alabastro capaz de absorber la
humedad y regular la temperatura. El hombre que invita, agitado, de
pie, dice que les va pedir habitación, que se queden hasta las diez,
que, quizá, con esas horas les baste, pero no concretan. Hablan con
sobrentendidos que voy enhebrando. El más mayor, el que invita, dice
que tiene sueños subidos con la suegra, pero, cree, preguntando, que
eso no debe estar mal, y ella le absuelve, pues no han pasado de ser
sueños.
Prevalecen
los dorados en los filetes de los arcos fajones, en los remates y
marcos de las pinturas y en los cobres flamencos sobre la cajonería
de nogal, y, al fondo, el retablo barroco donde manda la talla de
Nuestra Señora Reina de los Ángeles con cetro y corona. La
conversación se enreda, avanza, se enciende, con cada sorbo se van
atreviendo a más en una competición de confidencias. La chica
cuenta cosas de sus novios, al que dejó primero, cuando conoció a
X, que no dejó por conocer a X, sino que ya tenía la intuición de
que lo iba a dejar, pues su madre le decía que era más madura que
los chicos con los que salía, pero, eso sí, primero lo dejó y
luego se encamó con X, porque ella lo tiene claro, uno detrás de
otro, nada de al mismo tiempo. El segundo hombre escucha, remolonea
enderezando la cabeza, no habla, pero sonríe satisfecho.
En
la bóveda de la sacristía, al fresco y al temple, están
representados los doctores marianos, Sam Ildefonso y San Ruperto, San
Bernardo y San Anselmo, entre flores, rocallas y estucos alegóricos,
con El Espíritu Santo y San Millán venciendo al demonio. El primer
hombre se levanta, les va a pedir una habitación, se sienta, les
dice que ya conocen lo que él piensa, cuando presenta a su mujer a
los demás dice que es su compañera de piso, porque eso es lo que
son, compañeros de piso, desde hace muchos años, cada cual con su
vida. Luego, hablan de los hijos, el primer hombre no entiende a su hijo,
cómo puede ser tan blando con su novia, que lo lleve de un lado al otro. La chica no
acaba de entender a su actual novio, X. Cuando sus amigas llegan a
casa para las cenas, él se queda en un rincón, toqueteando la
pantalla con su videojuego en línea. Y ellas a lo suyo, a darle al
carrete. Pero es que un día, en otra cena, vinieron sus amigas, y él
trajo a los suyos, el novio de su hermana, que es muy amigo, y otro,
amigo del colegio. Y sabes, nosotras hablando, sin móviles, que yo
nunca sé dónde lo tengo, pues ellos, cada uno en un rincón
jugando, con el mismo videojuego, cada uno a lo suyo, es que no
los entiendo. Y de qué habláis. Pues de sexo, esa es nuestra
conversación. Yo no sé vosotros, pero las mujeres no tenemos otro
tema. Mi amiga L y yo lo decimos claro, nos tocamos, forma parte de
lo que entendemos por sexo, nos gusta tocarnos. Las otras dicen que
no, que no se tocan, no lo entiendo.
Pero
no es el arte exquisito el que me llama, los dos lienzos
representando a San Braulio escribiendo la vida de San Millán, uno, y San Pedro, San Benito y San Pablo, el otro, sino la representación
de la alegoría de las estaciones en los cuatro arcos centrales, cada
una, la cabeza de un sátiro que se eleva sobre elementos naturales
de la estación y sobre su cabeza, como si fuese un capitel, una
muchacha coqueta que descubre brazos y piernas desnudos, turgentes. El hombre
mayor se levanta, vuelve a ofrecerles pagar una habitación, vamos,
dice, parece arrastrarles, ellos no dicen ni sí, ni no, el segundo
hombre parece aceptar, pero la chica termina protestando que no van a
llegar. A dónde. Parece que a Valladolid. El primer hombre
mienta otra vez a la suegra, reconoce que le gustaría traerla aquí,
alquilar una habitación. Ella le explica lo increíble que es Venus,
en Valladolid, el hotel de parejas, en Madrid se llama de otra forma,
las habitaciones amplias, la iluminación, el espejo en el techo,
podrías llevarla allí, el parking individual, nadie se entera, a tu
suegra, venga, hazlo, no te cortes, llámala. Es que no sé que
piensa ella, nunca hemos hablado, vosotros sí que estáis viviendo
un momento único, tenéis sexo, viajáis, estáis aquí viviendo
este momento, esto es vida, y lo mejor de todo, sabéis qué es lo
mejor, que es ilegal. ¿Ilegal? Sí, estáis los dos aquí, sin vuestras parejas, venga, disfrutad, voy a pediros una
habitación, aunque sea para cinco minutos. El segundo hombre se
arranca, por fin, de eso nada, necesitamos tiempo, dice, más tiempo,
mucho más tiempo, es que no sabes lo que hacemos, piensa en todo lo
que sabes de sexo, pues multiplícalo por diez. Tampoco alardees, le
corta la chica. Pero, encendido, sigue el hombre, no conoces nuestras
técnicas, cómo alargamos el placer. Vale, vale, dice el primero,
ahora mismo os alquilo la habitación. Me levanto, esquivo mirarlos,
estoy avergonzado. Vuelve a llover, alzo la capucha, JJ ya debe estar
terminando la visita a la catedral. En San Millán, chorrea.
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