“el cuerpo es siempre profundo pero es aún más profundo en la superficie”.
(Anne Carson)
Hay
algo en Japón que no acabo de comprender. Los poemas, los haikus,
parecen desenvolverse en una sencillez desarmante, lo mismo que los
dibujos de la naturaleza, las películas o la música. Como si no
tuviesen nada extraordinario que decir y no mostrasen más que lo
evidente, lo que está al alcance de cualquiera que se ponga a mirar.
Incluso, me sucede, que lo que muestran es tan superficial que no
acabo de creer que no estén ocultando algo que no salta a primera
vista, como si bajo la superficie del agua transparente que refleja
el brillo del sol, la sombra de los árboles de la rivera o la
agitación de una rama movida por el viento nada hubiese, tan solo la
espejeante superficie. Pero quizá el problema de visión no sea
suyo, sino mío, por querer añadir capas de profundidad a las cosas.
Quizá tenía razón el poeta cuando decía que no había nada más
profundo que la piel.
Es
lo que me sucede con los cuentos de Hiromi Kawakami, su sencillez me
abruma. Desde el primer momento su lectura me atrapa. Paso por sus
páginas como ligado a un encantamiento. En estas historias en las
que parece que nada sucede, más allá de la descripción de los
objetos del hogar, de los platos de comida, de la ropa que la
chica escoge para una fiesta, de la caída de las hojas del cerezo,
del interior de una oficina, en medio de la conversación
insustancial entre dos chicas, casi siempre jóvenes que estudian
bachillerato, sobre novios posibles, con los que han salido o quieren
salir o acaban de dejar, el amor, que es de lo que se trata, solo
se insinúa. La vida emocional no se muestra como en las obras de
aquí, a las que estamos acostumbrados, como un desgarro, a pesar de
que un personaje se dice, como de pasada, que las sociedad japonesa no ha tratado bien a las
mujeres o que los hombres no son de fiar y cuando aparece algún
episodio de abusos (un monitor de aikido) se cuenta sin darle mayor
importancia. Los sentimientos son como un barniz delicado y sutil. Pero Kawakami construye sus relatos de tal modo que el lector acaba completándolos.
En
A veces la odio, dos amigas hablan en casa de la madre de una
de ellas, una mujer sexy que gusta mucho a los hombres. Ellas en
cambio no gustan. Mientras hacen la cena, deciden desnudarse y
vestirse solo con un delantal. Se tocan. Cuando el helado que se toma
la amiga cae en su pecho, la narradora se lo limpia con la lengua. No
hay nada en la narración que permita ir más allá que a donde la
imaginación del lector le lleve.
En
Calcetines de colores, a la narradora le intriga un tío suyo,
que escribe novelas que nadie lee, que colecciona calcetines de
colores y a quien no le gusta que las mujeres entren en su casa. Un
día la narradora se enfada con su madre y se va a vivir una
temporada con él. Descubre que usa los calcetines de tonos pastel
cuando se pone a escribir y se los cambia cuando hace una pausa, pero
sigue sin entender nada de su personalidad.
En
Una cabra en el prado, una mujer solo consigue rehabilitarse,
tras el abandono de su novio, cuando al fin le llegan las lágrimas.
En
La cajita de música, una chica coge un tren que le lleva a
otra ciudad para hablar con un escritor. En la ciudad no hay nada que
le resulte interesante, pero por dentro siente ganas de
enamorarse.
En
Peregrinos, una mujer y un joven peregrino se encuentran en la
isla de los templos, Shikoku. Lo que comienza por una charla
intrascendente, acaba en la cama de un hotel cuando ella le arrastra
hacia una habitación. Hay sexo, pero dónde está el amor.
En
Estampa primaveral, un niño de diez años piensa que una
chica de bachillerato le gusta. La dibuja en su cuaderno.
En
La tristeza, una chica se queja de que el hombre con el que
sale le haya anunciado que lo mejor es dejar de verse. Lo ha hecho
un martes, cuando el martes es su día de la semana favorito. “El
lunes es un melón verde que aún no ha madurado. Los miércoles y
los jueves son un plátano que empieza a estar demasiado maduro. Los
viernes y los sábados son una papaya a punto de caer del árbol. El
martes, en cambio, es un tomate ligeramente dulce pero que apenas
huele. Por eso es mi favorito. Es un día limpio, neutro y firme”.
Debajo de la apariencia está la tristeza que no quiere o no puede exhibirse.
En
El coco, una chica acaba casándose con un hombre que se
parece a su hermano, al que siempre ha estado muy unida, aunque se
defiende: “No es verdad, no me he casado con él porque se parezca
a ti”, le dice al hermano. No hay nada más allá de lo que la
mente del lector pueda fantasear que señale un amor entre hermanos.
En
Las hojas susurran bambú, en una parcela de bambú la gente
deja deseos escritos en trocitos de papel. Una chica que trabaja en
el snack de su tía, al que acuden muchos hombres para comer,
no para de despotricar contra los hombres. “Hasta hace poco, la
sociedad japonesa trataba muy mal a las mujeres”, le dice su tía.Y
ella piensa: “Definitivamente los hombres no son de fiar”. Cuando
al fin tiene una cita, un hombre con el que se entiende bien, le dura
muy poco.
En
Un sándwich de melocotón una chica se muda a casa de otra
porque le gusta como cocina. Poco a poco se va dando cuenta que le
gusta el rastro de olor que va dejando, hasta que se ve enamorada y se queda a vivir con ella. La amiga no parece darle
importancia, ella no se atreve a confesar, hasta que la amiga le dice
que tiene novio.
En
Lunes, martes, miércoles..., el cuento más raro de la
colección, la narradora compra una cesta de akebia que le habla como
si fuese una abuela cesta.
En
La graduación, Tsutsumi mira los bonitos pechos de Misaki.
Ambas están acabando bachillerato, se hacen amigas, hablan sin mucho
entusiasmo de chicos. Tsutsumi mira la lengua tierna y rosada de
Misaki. Misaki prueba con un chico que estudia en la universidad,
pero solo sale dos veces con él. Lo deja. El día de la graduación,
ambas se cogen de la mano. “La brisa dispersaba sin cesar los
pétalos de las flores de los cerezos”.
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