jueves, 14 de septiembre de 2017

El monarca de las sombras


              Qué molesto para el lector las continuas exculpaciones del autor de esta novela que no quiere ser ensayo pero tampoco novela, un híbrido, por tanto, que escoge el limbo literario para escapar del compromiso moral del escritor, compromiso con la verdad si hubiese sido ensayo histórico, con la belleza si hubiese sido obra literaria, anuladas por la indefinición, aunque podría haber aspirado a ambas si hubiese mostrado mayor ambición. El autor, Javier Cercas, se disculpa por haber nacido en una familia franquista, aunque hace todo lo posible por aportar pruebas de que, en el fondo, era buena gente; se disculpa porque el protagonista del ¿relato?, Manuel Mena, tío abuelo suyo, se alistara como voluntario en la guerra, en el bando franquista, tras haberse afiliado a la Falange. El autor hace profesión de fe izquierdista tantas veces que el lector termina por dudar, incluso hace que sus amigos, implicados en la trama del libro, como David Trueba, hagan la misma profesión de fe. Es una retórica que empaña el relato tan a menudo que termina por abaratarlo y los buenos momentos, que los tiene, como la entrevista con el Pelaor o la narración de las batallas de Lérida, del Pirineo oscense o la del asalto a la cota 496, el Cucut, se pierden en ese acomplejamiento moral impropio de un escritor con años de oficio.

               Hay un grave error de concepto en esta ¿novela? El protagonista, como digo, es Manuel Mena, un muchacho de 19 años que muere en una acción de guerra. El grave error no consiste en que muriera tan joven, ni en que se alistara como falangista, ni que combatiera en el lado de los vencedores fácticos pero perdedores morales según la Historia de las últimas décadas ha dictado, el grave error consiste en concebirla bajo los temblores morales, literalmente: “En cuanto empecé a leerlo empecé a temblar”. Se refiere a un sumario de un consejo de guerra sumarísismo en el que aparece el abuelo del escritor pidiendo a la autoridad militar, en abril de 1939, que se investigue a un hombre por asesinato. Manuel Mena tenía 19 años cuando murió. ¿Quiénes éramos cada uno de nosotros a los 19 años, mental y físicamente? ¿Podemos responsabilizarnos a posteriori de aquel individuo que éramos a los 19 años? Cercas elude el contexto de la irrespirable España de entonces, tanto que acabó en guerra, no permite que su personaje tome vuelo, que respire, ni lo comprende ni lo explica, sólo lo salva al final al recoger en una conversación que se va devaluando en testimonios encadenados en la que Manuel Mena habría confesado su desengaño de la guerra, su desilusión. No sirve, pues, este ejercicio literario ni como ensayo, pues no ahonda en las circunstancias del conflicto que llevó a España a dividirse hasta matarse, ni como novela pues no hace del personaje un símbolo o una contradicción o un cruce de circunstancias familiares, ideológicas, sentimentales, racionales que llevaron a un joven de 19 años a la muerte. Ni siquiera es un alegato a favor de la vida y en contra de la guerra, que es lo que cabe esperar a estas alturas de la razón. Lo tenía delante, el tema sobre el que podía haber trabajado, está en lo que El Pelaor, un vecino de la familia, en la entrevista filmada por David Trueba, responde a la pregunta que le formula Cercas: “¿Sabe usted por qué lo mataron?”, después de haber narrado cómo sacaron de casa a su padre, de dieciocho años, mientras estaban cenando, para matarlo:

“—No —contesta por fin, y durante un segundo sus ojos brillan y parece a punto de romper a llorar. Pero es sólo un segundo; cuando vuelve a hablar lo hace con su triste sequedad habitual—. Entonces se mataba por cualquier cosa —prosigue —. Por rencillas. Por envidias. Porque uno tenía cuatro palabras con otro. Por cualquier cosa. Así fue la guerra. La gente dice ahora que era la política, pero no era la política. No sólo. Alguien decía que había que ir a por uno y se iba a por él. Y se acabó. Eso es como yo te lo cuento: ni más más ni más menos. Por eso tanta gente se marchó del pueblo al empezar la guerra”.


             Sí que hace el intento el escritor de redimir a su personaje emparentándolo con la gran literatuta, con Aquiles ni más ni menos, el Aquiles de la Iliada, con una hermosa muerte que preserva su juventud y lozanía, héroe en la memoria de sus seres queridos, y, en un recurso de última hora, el que da título al libro, con el Aquiles de la Odisea, aquel que conversando con Ulises dice haber preferido, si ocasión se le hubiere dado, de vivir muchos años siendo siervo de siervo a cumplir con su destino, ser el monarca de las sombras después de su temprana muerte: “... que yo más querría ser siervo en el campo / de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa / que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron”. Pero esa bella imagen no brota como necesidad del relato sino de una suerte de ensoñación del escritor. En realidad, Javier Cercas, aunque aparece como secundario en la trama, con esa pulsión de primadonna que padecen muchos escritores actuales, es el verdadero protagonista de la obra. Es un personaje compungido, al que se le adivinan las lágrimas secas del tartufo, tras el teclado, que quiere aparecer como hombre cabal y sanamente de izquierdas. A pesar de ello, los odiadores al acecho no se lo perdonan, esos que vuelven una y otra vez a la guerra, en ese ritornelo guerracivilista cuyo único fin es señalar culpables, cuando tan pocos de los actores de la guerra siguen vivos después de 78 años, y nadie activo políticamente, porque, la verdad, los culpables que señalan nacieron mucho después de acabada la guerra. 

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