Qué
molesto para el lector las continuas exculpaciones del autor de esta
novela que no quiere ser ensayo pero tampoco novela, un híbrido, por
tanto, que escoge el limbo literario para escapar del compromiso
moral del escritor, compromiso con la verdad si hubiese sido ensayo
histórico, con la belleza si hubiese sido obra literaria, anuladas
por la indefinición, aunque podría haber aspirado a ambas si
hubiese mostrado mayor ambición. El autor, Javier Cercas, se
disculpa por haber nacido en una familia franquista, aunque hace todo
lo posible por aportar pruebas de que, en el fondo, era buena gente;
se disculpa porque el protagonista del ¿relato?, Manuel Mena, tío
abuelo suyo, se alistara como voluntario en la guerra, en el bando
franquista, tras haberse afiliado a la Falange. El autor hace
profesión de fe izquierdista tantas veces que el lector termina por
dudar, incluso hace que sus amigos, implicados en la trama del libro,
como David Trueba, hagan la misma profesión de fe. Es una retórica
que empaña el relato tan a menudo que termina por abaratarlo y los
buenos momentos, que los tiene, como la entrevista con el Pelaor o la
narración de las batallas de Lérida, del Pirineo oscense o la del
asalto a la cota 496, el Cucut, se pierden en ese acomplejamiento
moral impropio de un escritor con años de oficio.
Hay
un grave error de concepto en esta ¿novela? El protagonista, como
digo, es Manuel Mena, un muchacho de 19 años que muere en una acción
de guerra. El grave error no consiste en que muriera tan joven, ni en
que se alistara como falangista, ni que combatiera en el lado de los
vencedores fácticos pero perdedores morales según la Historia
de las últimas décadas ha dictado, el grave error consiste en
concebirla bajo los temblores morales, literalmente: “En cuanto
empecé a leerlo empecé a temblar”. Se refiere a un sumario de un
consejo de guerra sumarísismo en el que aparece el abuelo del
escritor pidiendo a la autoridad militar, en abril de 1939, que se
investigue a un hombre por asesinato. Manuel Mena tenía 19 años
cuando murió. ¿Quiénes éramos cada uno de nosotros a los 19 años,
mental y físicamente? ¿Podemos responsabilizarnos a posteriori de
aquel individuo que éramos a los 19 años? Cercas elude el contexto
de la irrespirable España de entonces, tanto que acabó en guerra,
no permite que su personaje tome vuelo, que respire, ni lo comprende
ni lo explica, sólo lo salva al final al recoger en una conversación
que se va devaluando en testimonios encadenados en la que Manuel Mena
habría confesado su desengaño de la guerra, su desilusión. No
sirve, pues, este ejercicio literario ni como ensayo, pues no ahonda
en las circunstancias del conflicto que llevó a España a dividirse
hasta matarse, ni como novela pues no hace del personaje un símbolo
o una contradicción o un cruce de circunstancias familiares,
ideológicas, sentimentales, racionales que llevaron a un joven de 19
años a la muerte. Ni siquiera es un alegato a favor de la vida y en
contra de la guerra, que es lo que cabe esperar a estas alturas de la
razón. Lo tenía delante, el tema sobre el que podía haber
trabajado, está en lo que El Pelaor, un vecino de la familia, en la
entrevista filmada por David Trueba, responde a la pregunta que le
formula Cercas: “¿Sabe usted por qué lo mataron?”, después de
haber narrado cómo sacaron de casa a su padre, de dieciocho años,
mientras estaban cenando, para matarlo:
“—No
—contesta por fin, y durante un segundo sus ojos brillan y parece a
punto de romper a llorar. Pero es sólo un segundo; cuando vuelve a
hablar lo hace con su triste sequedad habitual—. Entonces se mataba
por cualquier cosa —prosigue —. Por rencillas. Por envidias.
Porque uno tenía cuatro palabras con otro. Por cualquier cosa. Así
fue la guerra. La gente dice ahora que era la política, pero no era
la política. No sólo. Alguien decía que había que ir a por uno y
se iba a por él. Y se acabó. Eso es como yo te lo cuento: ni más
más ni más menos. Por eso tanta gente se marchó del pueblo al
empezar la guerra”.
Sí
que hace el intento el escritor de redimir a su personaje
emparentándolo con la gran literatuta, con Aquiles ni más ni menos,
el Aquiles de la Iliada, con una hermosa muerte que preserva su
juventud y lozanía, héroe en la memoria de sus seres queridos, y,
en un recurso de última hora, el que da título al libro, con el
Aquiles de la Odisea, aquel que conversando con Ulises dice haber
preferido, si ocasión se le hubiere dado, de vivir muchos años
siendo siervo de siervo a cumplir con su destino, ser el monarca de
las sombras después de su temprana muerte: “... que yo más
querría ser siervo en el campo / de cualquier labrador sin caudal y
de corta despensa / que reinar sobre todos los muertos que allá
fenecieron”. Pero esa bella imagen no brota como necesidad del
relato sino de una suerte de ensoñación del escritor. En realidad,
Javier Cercas, aunque aparece como secundario en la trama, con esa
pulsión de primadonna que padecen muchos escritores actuales, es el
verdadero protagonista de la obra. Es un personaje compungido, al que
se le adivinan las lágrimas secas del tartufo, tras el teclado, que
quiere aparecer como hombre cabal y sanamente de izquierdas. A pesar
de ello, los
odiadores al acecho no se lo perdonan, esos que vuelven una y
otra vez a la guerra, en ese ritornelo guerracivilista cuyo único
fin es señalar culpables, cuando tan pocos de los actores de la
guerra siguen vivos después de 78 años, y nadie activo
políticamente, porque, la verdad, los culpables que señalan
nacieron mucho después de acabada la guerra.
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