A
mediados del siglo XIX surgió de las sombras un gigante dormido con
la intención de pastorear no sólo la gran estepa euroasiática sino
también la gran arteria económica que unía Oriente con Occidente.
Ese gigante era Rusia. A ese campo de batalla lo denominó un oscuro
funcionario británico como el gran juego. Lo disputaban dos grandes
actores, el viejo imperio británico, al que le sucedía lo que le
había ocurrido al imperio de Carlos V y Felipe II, y antes al
Romano, que era tan extenso que no podía taponar todas las fugas que
se le habrían en sus confines, y el naciente imperio ruso. El
tablero era Asia central con Persia y Afganistán como territorios
codiciados. A medida que Rusia iba ocupando territorios en el Caúcaso
y porciones del decadente imperio otomano e Inglaterra intentaba
hacerse con Afganistán, ambos rivales enviaron a políticos
experimentados a la corte del sha para convercerle mediante
cuantiosos regalos, entre ellos grandes préstamos a bajo interés,
de que la suya era la mejor opción para Persia. Como avanzar por
Afganistán y el Hindú Kush para llegar a la India parecía
imposible, Persia se vio como el centro del tablero. Cuando en 1884
Rusia ocupó Merv, ya conquistadas Samarcanda y Taskent, el camino
hacia Herat y Kandahar, y desde allí hacia la joya de la corona
inglesa, la India, quedó expedito. A Inglaterra le entró el miedo.
Varias veces estuvieron a punto de llegar a las armas y quizá
hubiesen llegado si otros actores, como Alemania, no hubiesen entrado
en el juego y si Rusia no hubiese tenido que atender otros frentes
como la revolución de 1905 y la guerra rusojaponesa, donde su armada
sufrió una importante derrota.
A
finales del XIX los frutos de la expansión rusa hacia el este
empezaron a notarse: riqueza, creciente clase media y explosión de
la música, la literatura y el arte que la llevaron a su edad dorada:
Tolstoi, Dostoievski, Diaguilev, Chaikovski, Kandinski, Chejov,
tantos.
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