Voy
a menudo a un pueblo castellano. A su entrada un gran edificio se
impone, no muy alto sino grande, ocupando un gran espacio, el
cabecero orientado al este es lo que primero veo. El pueblo con sus
casas de piedra echa raíces a su alrededor. La iglesia les da
unidad, sentido. Qué sería de todos esos pueblos sin la iglesia. La
mayoría ya estarían abandonados, sus techumbres caídas, las malas
yerbas levantando el asfalto. La iglesia y el bar, subsidiariamente,
son un lugar de cita necesario, lo que hace que la gente se mantenga
o vuelva o propicie el reencuentro, que la muerte no adelante su
cita. El peso simbólico de la iglesia ha cedido, apenas se mantiene
en momentos señalados, bodas, bautizos, entierros. La vida urbana,
laica, despersonalizada, desprovista de misterio lo va invadiendo
todo y el hombre de pueblo, cada hombre, siente que viaja en el aire,
sin peso. Es fácil decir que cada cual debe encontrar su camino,
apañárselas, pero necesitamos elementos de apoyo, sentirnos parte
del colectivo. Existen referentes simbólicos, la propia ciudad, el
equipo de fútbol. Algunos, muy pocos, conservan o vuelven a los
antiguos, la religión, una opción política, la familia. Unos
cuantos se fanatizan y afirman brutalmente una única identidad.
Incluso hay políticos que calientan esa cantera. Pero la mayor parte
de la población se siente desasida sin un lugar de encuentro con
sus vecinos que les haga apegarse al suelo.
Jo
tampoc tinc por, no del terrorismo islámico, la posibilidad de
que me golpee es estadísticamente insignificante, pero sí del
fanatismo que recorre las redes. Estos días se cliquean y reenvían
mensajes atroces, vídeos, audios, frases simples llenas de veneno.
Gestos de rabiosa simplicidad que van alimentando un odio irracional
del que tarde o temprano algún grupo ávido de poder se aprovechará.
Ya hay en nuestro país políticos que fundan su poder, incluso su
gobierno, en proclamas de superioridad étnica, pero hasta ahora
nadie ha convertido en instrumento político la islamofobia o el
antisemitismo, aunque no parece que vaya a tardar.
Es
lamentable el sentimentalismo de estos días, la simplicidad con la
que analistas y políticos abordan el fenómeno del terrorismo, la
facilidad con la que las cámaras se acercan a los rostros
sinceramente dolientes o a quienes lo simulan buscando las lágrimas
de las almas desvalidas que pueblan la ciudad, como si estos actos
periódicos de condolencia colectiva ocupasen el lugar del antiguo
encuentro en el atrio de la iglesia. Probablemente se equivocan de
expertos en la consulta de las causas de lo que sucede. En primer
lugar necesitamos escuchar a los neurólogos, a los psiquiatras y alos psicólogos evolutivos. También a sociólogos que buceasen en el
big data para entender los velocísimos cambios que se están
produciendo, quizá también a los historiadores que han estudiado lo
que sucedió en otras épocas de transición. Decepcionan, sin
embargo, continuamente, las palabras manidas de los políticos y de
los líderes de opinión, sus apelaciones sentimentales, su soterrado
intento de obtener ganancias.
Sí
que hay algo que se puede hacer, creo, volver al tercero de los lemas
de la Revolución Francesa, el menos publicitado, el que proporciona
menos réditos electorales, al alcance de todo el mundo y del que
todos estamos necesitados. La fraternidad. Ya no se trata de
tolerancia o intolerancia, de integración o rechazo, de solidaridad
o egoísmo sino de amistad y empatía, de sentir a todos los
habitantes de la ciudad como hermanos, independientemente de la fe
que profesen o de sus ideas o costumbres, la de agruparse en torno a
una idea de ciudad, la de crear un espacio común de convivencia, la
de hacer sentir a los que ya viven, a los que van llegando, que la
ciudad es tan suya como nuestra, que no son huéspedes sino
ciudadanos a tiempo completo. Ese papel lo ocupó la iglesia
antiguamente, ahora necesitamos con urgencia que la ciudad cree
espacios de convivencia y fraternidad. Hemos de dar la mano o abrazar
a cada uno de nuestros vecinos y pedir su abrazo. Fácil de decir,
difícil de poner en práctica. Ello nos exige despojarnos del
sentido de propiedad y pertenencia, romper con las cadenas del
nosotros/ellos, aquí/allí, nacionales/extranjeros. La ciudad no
pertenece a nadie, no es de los de aquí, no es de los de arriba, no
es de los viejos del lugar, tampoco un lugar que alguien pueda
conquistar, sino un lugar de encuentro.
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